martes, 22 de abril de 2014




21, ABRIL      

Abril, noche clara, días ligeros como góndolas atravesando el mar de las nubes y las horas, detenidas éstas a la orilla del tiempo.

Abril, sempiternas muchachas que ignoran, inconscientes, el verdadero origen de la belleza.

La belleza no está en ningún sitio, tal vez es una percepción anímica de una pretendida primavera.

Abril, inercia eterna de la luz, explosión de los sentidos, cíclico navegar de la melancolía con falso carnet de primavera eterna.

Abril viajero, reincidente, muchacha humilde en los arrabales del tiempo, senderos sin destino viajando hacia mayo; abril malva, o “verde que te quiero verde”,  avanzando sus navíos con las velas al viento de cabellos navegantes y huidizos.

Abril, qué inmenso cansancio de los días sin recuerdo; cuánto ensueño transitorio esperando alegremente a las puertas del estío.

Abril, joven viuda ataviada de colores que canta y llora y vive en el álgido instante de las luces.

21, ABRIL           

Las mañanas eran estrellas sin nombre, que yo amaba.

Las mañanas, vértigo inesperado del día que palpita.

He vivido (y vivo) de muy distintas formas las mañanas. 

Ellas, lirio virgen en los sotos de los arroyos apartados, lúcido bosque dónde crepita la vida y salta y juega por mera satisfacción y lujuria de los sentidos.
Las mañanas, aquella algarabía de colores que el nuevo día derramaba, gratis, espléndido y báquico sobre mi cuerpo ignorante de joven falsamente adulto.

Las mañanas, ese futuro barco a la deriva, embarrancado, quizá prematuramente, en las estériles arenas de la decepción y el caos.

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