21, ABRIL
Abril, noche
clara, días ligeros como góndolas atravesando el mar de las nubes y las horas,
detenidas éstas a la orilla del tiempo.
Abril,
sempiternas muchachas que ignoran, inconscientes, el verdadero origen de la
belleza.
La belleza no
está en ningún sitio, tal vez es una percepción anímica de una pretendida
primavera.
Abril, inercia
eterna de la luz, explosión de los sentidos, cíclico navegar de la melancolía
con falso carnet de primavera eterna.
Abril viajero,
reincidente, muchacha humilde en los arrabales del tiempo, senderos sin destino
viajando hacia mayo; abril malva, o “verde que te quiero verde”, avanzando sus navíos con las velas al viento
de cabellos navegantes y huidizos.
Abril, qué
inmenso cansancio de los días sin recuerdo; cuánto ensueño transitorio
esperando alegremente a las puertas del estío.
Abril, joven
viuda ataviada de colores que canta y llora y vive en el álgido instante de las
luces.
21, ABRIL
Las mañanas
eran estrellas sin nombre, que yo amaba.
Las mañanas,
vértigo inesperado del día que palpita.
He vivido (y
vivo) de muy distintas formas las mañanas.
Ellas, lirio virgen en los sotos de los arroyos apartados, lúcido bosque
dónde crepita la vida y salta y juega por mera satisfacción y lujuria de los
sentidos.
Las mañanas,
aquella algarabía de colores que el nuevo día derramaba, gratis, espléndido y
báquico sobre mi cuerpo ignorante de joven falsamente adulto.
Las mañanas,
ese futuro barco a la deriva, embarrancado, quizá prematuramente, en las
estériles arenas de la decepción y el caos.
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