15, ABRIL
Si
quiero que las palabras me sorprendan gratificantemente, sobre todo, debo
ahuyentar cualquier resto de vanidad por mínima que sea, pues ésta, es el peor
enemigo de la libertad íntima y la transparencia interior y exterior.
Y
llegan, todas juntas, venidas de no sé qué remotos o inmediatos lugares; llegan, las palabras, esa lluvia fina de
letras que va en aumento hasta inundar los exteriores de la habitación, el
pálido e inasible azul de la tarde temprana.
Llegan en tropel, desordenadas, y las dejo pasar a todas, hasta el
estudio. No les exijo ningún orden, sólo
dignidad, dignidad en la forma y los colores y respeto a la estancia, que es
“mi” estancia.
A
veces, cojo unas cuantas, esas que casualmente forman palabras hasta llegar a
una frase con un sentido que me estremezca hondamente, y las pinto en un lienzo
que no había previsto su presencia.
Luego, aunque ya muy pocas veces, abro la ventana y salgo volando, con
toda naturalidad, hacia ese registro inmutable y eterno de la tarde parada,
parada y muy quieta en mitad de una nada indescifrable.
Esto,
o muy parecido, ya lo he expresado seguramente de forma muy similar en alguna
ocasión, y seguiré expresándolo, sí, las veces que me apetezca, hasta el final
de los días, hasta el final de la voz, rota y dispersa en las cascadas del
tiempo.
La
voz, esa, todo, tanto y tan poco: igual que nosotros.
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