jueves, 17 de abril de 2014



15, ABRIL

Si quiero que las palabras me sorprendan gratificantemente, sobre todo, debo ahuyentar cualquier resto de vanidad por mínima que sea, pues ésta, es el peor enemigo de la libertad íntima y la transparencia interior y exterior.


Y llegan, todas juntas, venidas de no sé qué remotos o inmediatos lugares;  llegan, las palabras, esa lluvia fina de letras que va en aumento hasta inundar los exteriores de la habitación, el pálido e inasible azul de la tarde temprana.  Llegan en tropel, desordenadas, y las dejo pasar a todas, hasta el estudio.  No les exijo ningún orden, sólo dignidad, dignidad en la forma y los colores y respeto a la estancia, que es “mi” estancia.


A veces, cojo unas cuantas, esas que casualmente forman palabras hasta llegar a una frase con un sentido que me estremezca hondamente, y las pinto en un lienzo que no había previsto su presencia.  Luego, aunque ya muy pocas veces, abro la ventana y salgo volando, con toda naturalidad, hacia ese registro inmutable y eterno de la tarde parada, parada y muy quieta en mitad de una nada indescifrable.


Esto, o muy parecido, ya lo he expresado seguramente de forma muy similar en alguna ocasión, y seguiré expresándolo, sí, las veces que me apetezca, hasta el final de los días, hasta el final de la voz, rota y dispersa en las cascadas del tiempo.


La voz, esa, todo, tanto y tan poco: igual que nosotros.

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