4, ABRIL, 2014
Abril
va navegando en solitario por las aguas huérfanas del asfalto urbano. Siempre tan
distinto, siempre su presencia familiar y cambiante.
Abril,
pozo sin fondo, gran falacia, río crecido que secará pronto.
Noto
siempre la llegada de abril –o su proximidad- porque me paro más por las calles
a mirar no sé qué. Ay…
Abril,
ese tren que circula lento en pos de sí mismo para llegar al comienzo de
ninguna parte.
Abril,
cinturas imposibles, exiguas faldas, elipses que se invierten y retornan… Abril, sí, me dirán reiterativo, pero me
importa una mierda: Abril, representación del mundo y símbolo perpetuo de la
vida, evanescencia de los sentidos, ojo fugaz y aislado redundando en lo obvio,
que siempre es nuevo; esa gloria no institucionalizada de los días radiantes en desbandada.
Todo
el planeta (o sea, cualquiera de nosotros) permanece callado ante la luz que se
presiente y la representación interrumpida y renovada, una y otra vez, hasta la
pérdida de los sentidos, o de la muerte.
¿La muerte? Vaya usted a saber. A mí me da lo mismo.
Abril,
tan sólo eso.
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