26, DICIEMBRE. Un sueño inquietante
Paseando por el centro de Madrid he recordado el
sueño de esta noche. En el Vuelo de
Madrid a Pekín el avión se estrellaba en una de las cordilleras del sur de
Siberia. Todo a cámara lenta, entre los
vientos de la tundra y el miedo a la noche siberiana.
Confusamente se me representaba “mi” pequeña ciudad
(todavía casi recién estrenada para
mí) de King-Tuen: sus calles, el bosque
de las afueras, el lago, el puente de madera y la tarde sin tiempo.
He tenido miedo, mucho miedo, ese producido por la
zozobra de saberse sin base, esa base mínima y delirante que son los más
elementales proyectos arrumbados, sin explicación alguna, en las desoladas
playas del olvido.
Wein Li miraba, no sé si a mí, inmóvil. Era una enigmática estatua viviente y
oriental, origen del presente de mi vida y fin del trayecto, quizá…
Izaskun, mi hija, atravesaba cordilleras y países
en una gran nave que se desplazaba sin ruido a Escandinavia, dónde,
curiosamente, había gran luz y fiesta de colores en el aire. Izaskun, miraba, se despedía, para ir a volar
más alto y al ritmo de su edad. Mi ex,
ese gran amor de tantos años, estaba subida en una gran plataforma flotante que
arribaba hacia la playa de la Concha, en Donostia, y mientras, bailaba sola al
ritmo de una canción francesa (los genes siempre andan por ahí) que tarareaba
al mirarme.
-Nunca podrás amar a todas las mujeres. No es
posible –me dijo un día, hace ya unos años.
Eso, o ese precisamente, es uno de los vértigos de
“colección”, o, posiblemente de manual, para existencias que van por la cresta
de la autodestrucción, o, en su defecto, de la gloria íntima, sin término
medio, sorteando el vértigo de todos los abismos y pasiones.
Qué lejos, desde aquí, mi pequeña ciudad de
King-Tuen. Qué lejos Wein Li… Qué lejos, sí, todas las estáticas miradas
del mundo, esas que nunca podré amar, o conocer, o ver siquiera en el penúltimo
crepúsculo donde duermen para siempre todas las tardes varadas y abstractas de
la vida, de cualquier vida.
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