18, DICIEMBRE. Día de descanso en King-Tuen
Una
de mis últimas visiones fugaces de mi ciudad, en España, guardada no sé por qué
en la retina de la memoria, y que ha emergido ahora, en esta pequeña ciudad tan
lejana de la mía, ha sido una rauda instantánea del café El Sol.
Una
tarde-noche dominical de esas que agonizan a la deriva inevitable de la nada,
pensé en ir a “esconderme” a dicho café tras unas letras imprevisibles y una
atmósfera quieta.
Tras
los cristales, en esas aciagas tardes del domingo invernal, podía verse, sin
gran esfuerzo, disparidad de gente sin nexo de afinidad alguna agonizar sin
consciencia en su propia oscuridad vagamente autista y, con toda seguridad, confusamente
acompañada de una soledad desolada.
Cual
ballenas deliberadamente varadas jadeaban las últimas palabras del día o, quién
sabe si de su vida. Gente arrumbada
sobre una mesa de mármol y una estupenda decoración decadente, que es lo que a
mi me gusta, o gustaba… Pero la
decoración no lo es todo, pensaba yo. Y
sí: tras el cristal, o tras la puerta no se percibía el oxigeno necesario, el mínimo
latido ni el mínimo viento que hiciera
mover el corazón a través de la vista. Y si la vista no te mueve, el
corazón se resiente, o se para.
Hoy,
ahora, “pierdo” mi vista contando el vello de una de las cejas de Wein Min
Li. ¿Cuarenta y cinco pelos pueden
ser? No sé. Quizá vuelva a contar de
nuevo. Y si me aburro puede que opte por el laberinto más interesante, puro e
intrincado de su pubis. “Es como un reto
de ganar el tiempo y ganar la vida”, me
digo a mí mismo interiormente.
Ella
me mira sin saber lo que pienso. Sé que si se lo explico con metáforas
orientales lo entenderá perfectamente (ganar la vida “perdiendo” el tiempo),
pero cuando me vuelve a mirar con mayor insistencia, me sonrojo intensamente
sin poder evitarlo.
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