LA LUCIDEZ
Qué miedo a la lucidez.
Pero ya, ahora, lo que no hay miedo es a ninguna depresión… (en cursiva o con
comillas) ficticia, casi siempre inexistente, salvo en gente que por genética o
lo que sea la padece de verdad y vive, sus momentos existenciales, como “en
otro escenario”, y además –a veces- son felices, pues compaginan -casi siempre- “su escenario” con el escenario real de la
cotidianidad: “lo real”.
Pero yo eso no lo sabía, no lo sabíamos casi nadie, porque los tópicos y
las reiteradas torpezas sociales son demoledoras y casi inamovibles. Lo sé ahora, de forma “autodidacta”, lo sé
con toda claridad sosegada. Posiblemente
un poco tarde, no sé.
Ahora, quizá, o seguro, sólo existe ante mí la lucidez, una lucidez inconmensurable, que
todo lo abarca y no parece servirme para nada.
Creo que para nada.
Y le temo, porque es realmente para temerle, sí.
Quizá tras la lucidez ya no hay nada
y es el último eslabón…, y entonces ya
es indiferente que éste sea el de ascenso o descenso.
Las tópicas y lógicas vanidades de todas las distintas etapas de la
juventud quedaron atrás (aún hay o habrá quienes no superan nunca “esa
juventud”, con todo lo que eso conlleva…), y ella, la lucidez, precisamente hoy se encuentra ante
mí, como en un mal sueño. Otras veces
había venido, sí, pero yo nunca me la tomaba en serio y siempre pensaba –en el
fondo- que estaba de paso y no se quedaría conmigo, para siempre. Y esto no es ningún halago, que nadie se
engañe, pues al cabo de los años ya no estamos para bromas de mal gusto. Esto es, sencillamente, uno de los dramas,
inamovibles, con los que habrá que convivir.
Y resulta muy duro poder encajarlo.
Le veo, como no queriendo verlos, los pies, figurados, sugeridos… su
corporeidad latente, aunque no lo sé bien, o no querría saberlo. No me atrevo ni a mirarle, pero está ahí, es
algo cierto, tangible. ¿Cómo ha
llegado?
La lucidez ha venido, así como
despacio, sin prisas, silente, con un sigilo siniestro. Y al volverme, con el escalofrío y la
intuición de que había una presencia tras de mí, estaba ahí, inmóvil,
mirándome, tal vez con una sonrisa que reflejaba, creo, un guiño de “no
retorno”. Y esa certeza de no retorno es
lo que más me ha estremecido, asustado, aterrado, enmudecido.
¿Qué podría decirle o argumentarle en todo caso? ¿Tal vez sugerirle que se fuera por un tiempo;
que me dejara “un espacio” -uno más- de
reflexión y/o de “cura”? ¿De qué
eufemística “curación” le estaría hablando…
ya a estas alturas?
La lucidez se las sabe todas, pues
para eso y por algo la denominamos y admitimos como la lucidez. No podemos engañarle cuando por fin se
decide a hacernos una “larga visita”. No
podemos, tampoco, engañarnos, pues en ese caso estaríamos hablando de lo mismo,
pero a la inversa, y la inversión del “orden” de los factores nos lleva a la
misma situación, aunque queramos quitarle dramatismo.
La lucidez nos mira desde su
atalaya inmediata que todo lo abarca, y nos dice, con su mirada imperturbable,
que ha venido para instalarse en nosotros definitivamente.
La gente cándida, o tal vez mucho más temerosa que yo, casi
inconscientemente deriva tal adjetivo –la
lucidez- a una actitud o cualidad superior.
Y seguramente no habría forma de hacerles entender a quienes así piensan
o pensasen que, en absoluto –en los términos que aquí se habla de
“lucidez”- es así para nada. La lucidez, puede o no puede llegar, pero si
viene es drástica. Si viene –ya lo he
dicho antes- es que viene para quedarse y ya está.
Con el efímero recurso de la broma o el sarcasmo, e incluso -¡por
supuesto¡- hasta la
autorridiculización de uno mismo, por
ejemplo, pues eso… qué voy a decir…
Todavía no hace mucho tiempo en que uno hasta se medio desnudaba para ir
a correr a una lúdica “calzoncillada” organizada en unas fiestas populares. (Se me ocurre ahora que, quizá la parte de
trasfondo más sutil de lo que a veces, se suele llamar -con cierto e
inapropiado desprecio- “popular”, es el poso más lúcida e instintivamente
inteligente de la colectividad humana.)
Y hasta me parecía que así -craso error-, con esas transitorias e
ingenuas frivolidades podría ganarle la batalla a esa lucidez
intransigente. Y porque además, pensaba,
que la lucidez podría encontrarse casi totalmente condensada
en inofensivas actitudes satíricas y
–vuelvo a repetir- autorridiculizantes
como aquellas: ganarle la batalla al pudor (si lo hubiera…), e incluso ir más
allá, como mero placer y experimento íntimo: hacer la irrelevante tontería, por
ejemplo, de bañarse, e incluso bucear, en la fuente de Neptuno “para no irme”,
decía entonces, “sin acometer otra
deliberada y tonta frivolidad”.
Hoy, la lucidez, ha llegado. Y sé
que no puedo esconderme, ni mentirle, ni decirle siquiera “Espera, dame tiempo
a digerirte…” y mientras tanto, mientras
le despisto, intentar escaparme por la puerta trasera. Pero ya no hay puertas traseras porque todo
está cerrado. La lucidez, como creo que
también dije antes, se las sabe todas y no nos deja un hueco, ni una fisura,
nada.
La gente tiene o tenemos pudor a expresarnos –y más por escrito- porque
piensa que todo está dicho, apuntado, desmenuzado, estructurado y, técnica y
filosóficamente inamoviblemente descrito.
Hay, seguro, una parte de verdad en esto. Pero sólo una parte, pues si fuera
exactamente así casi toda la humanidad llevaría algo más de dos milenios
callada por miedo o pudor a derivar hacia las mismas similitudes que los
clásicos griegos, o que Lao Tse,
Confucio o Zarathustra, valga el ejemplo. Quizá, desgraciadamente,
terriblemente, todo es irrepetible y, Platón, Sócrates o Lao Tse sólo eran –ya
es bastante- hijos y sabios de su tiempo; pero sólo de su tiempo, porque la
vida y el tiempo son inmisericordes, a veces, con el pasado, aunque otras lo
magnifican desmesuradamente.
Pero el drama es el mismo. El
“drama” es que nadie sabe hoy, como ayer (¿excepto tú, él, yo o quién
sea?) siquiera esbozar y mucho menos
definir… cómo te está mirando, cómo te está desnudando, cómo te ha dejado ya en
la más absoluta intemperie esa lucidez que, sin previo aviso, ha venido a
visitarte, a instalarse en tu casa, a ser tu sombra y hasta tu voz… tus pasos,
tu zozobra y tu muerte.
De ser un poco (o bastante) majaderos, estaríamos orgullosos de su
visita, y hasta encontraría en nosotros trato de Excelencia. “Fíjate, oye, la lucidez ha venido a
visitarme, y me ha encontrado con estas pintas.
Qué cosas… Y yo que pensaba que
nunca se dignaría de reparar en mí persona.
¡Eh, Excelencia¡, Excelencia Lucidez, aquí está su siervo, para lo que
guste”, etcétera, o algo parecido, pues obviamente hablamos en metáfora.
Pero la lucidez es otra cosa bien distinta. Pese a todo, hay que intentar engañarla
desesperadamente (autoengañarnos) y,
resulta, sin embargo, como ya hemos reiterado aquí, que no se le puede
engañar. ¿Qué hacemos? Volver a lo mismo: autoengañarnos hasta el límite, una y otra
vez, por la urgencia drástica que nos impone una supervivencia inmediata…, para ganar, aunque sólo sea, unos minutos,
unas horas o unos días si fuera posible.
Por ganar -esto es lo peor- no se
sabe qué.
La lucidez nos desarma, nos deja
rendidos y vencidos, sin capacidad de respuesta alguna.
Sí, ya se sabe: Hay o habría muchos tipos de “lucidez”. Pero la lucidez de la primera juventud, no
es tal, es otra cosa…, es pasión, entusiasmo y ganas de abrazar a los colores porque,
en realidad, los colores están ahí, o al menos así se percibe –lo percibíamos-
emocionalmente. Luego, resulta que en
esos colores había millones de gamas, y eso lo complicaba todo; y eso, no nos
servía para nada en un trayecto
tan escalofriantemente limitado.
Si, así es, la lucidez de hoy nos observa, callada, inmóvil y hierática
como una estatua egipcia. Y es ella, sin
duda, la que ha ido borrando nuestros colores de ayer sin siquiera pestañear. Es ella la que ha tabicado nuestras ventanas
y ha vallado nuestros caminos.
Quizá la lucidez, nos “abre” el mundo…
pero resulta que ese mundo -¡que
redundantemente obvio resulta esto¡- es
un misterio perenne y, no sabemos que objetivo real tiene la lucidez (esa
“lucidez”) en nuestras vidas. Sólo
conocemos, tan sólo, que no tendrá retorno, y que a lo que más se puede
asemejar eso es al fin de todo.
La lucidez, en fin, no sirve para nada (es mejor -¡con miles de reservas,
claro¡- ser felizmente idiota), pero
puede ser que ésta, la felicidad, a
veces tampoco llegue. Y si llega, ya
nadie es capaz de decirle que no, que “no” a nada. Así que en principio, y teóricamente, mal de
una manera y mal de la otra, porque si el limbo del simplismo no era,
precisamente, lo más deseable, cuando la lucidez (o la supuesta lucidez) llega,
es que llega para tiranizarnos hasta el fin de los días. Salvo esos días de extrañas luces en los que
el tiempo se para…
Sintetizando: la lucidez es o sería esa dictadura, sin provecho aparente,
que nos impone el pensamiento intensivo, descarnado y, por añadidura, cruel.
(En la foto, "No podía creerlo", Obra de 2004 ?, óleo y técnica mixta sobre lienzo. 130 x 162 cms.)
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