viernes, 31 de mayo de 2013

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REGRESO EN EL TREN A LA CIUDAD                                   (22  de  enero,      2012)




Ayer,  de ida, podían verse viajar,  ascendentes y dispersos, unos grupos de nubes inciertas que no daban ni aportaban ninguna clave emocional.  Era la tarde, ya en la segunda quincena de enero.  Traducía yo –o así lo creía- mentalmente todo aquel discurso escenográfico sin conseguir ubicarlo en el particular e intransferible estado ambiental a que estamos sometidos –queriéndolo o no-  cada ser humano, en los distintos días y estaciones de años.

Hoy, de regreso en el tren otra vez a la ciudad, digiero o asimilo vagamente el despertar de esta mañana, el lento y muy duro levantarme de la cama, ya desde hace tanto, tanto tiempo.

Hay un dolor lírico e inmenso en la prosa y la poesía no escrita; un dolor que se traduce casi siempre en las formas fugaces y consecutivas del paisaje; un estado anímico casi común (consciente o inconscientemente) a todo ser humano.  Lo que nos separa, en todo caso, es la “digestión”, la “asimilación” mínimamente correcta, instintivamente acertada…, o errada.

El miedo, una vez más y con sus múltiples y variadísimos disfraces, ha venido hoy, esta mañana, con toda la flema y diplomacia, con el silencio y el sigilo que le caracteriza.  El miedo, si, es ese ente abstracto del que tanto he hablado y  escrito, y del que tanto hablaré y escribiré todavía, seguramente… no sé si como terapia o autoafirmación de no sé qué, aunque no sea mi intención deliberada, pero, el inconsciente siempre se obceca en aflorar. Para qué impedírselo entonces.

El miedo, también viaja con los días azules de  luz intensa, en esos días de la estación del año en que la luz se prolonga.  El miedo es caprichoso. El miedo, prescinde del pudor para visitarnos y llega en un momento cualquiera, sin avisar, y muchas veces hasta sin presentarse.  Ni siquiera tiene la cortesía de decirnos  “Buenas, soy el Miedo, y viajo al mismo sitio que usted y, si no le importa, me voy a sentar a su lado hasta llegar a la ciudad.  Quizá no sea de su agrado, pero eso es igual, porque para eso soy el Miedo y puedo permitirme visitar y acompañar a quién me da la gana”.

Pero el miedo, quizá se encuentra también y sobre todo –aunque esto es muy poco o nada literario, lo sé- agazapado entre las horas inactivas cuando el tiempo se dilata, aparentemente estéril, sin provecho alguno, cuando uno se abandona al precario ritmo de la indolencia y la desgana.  El tiempo, mal distribuido o disperso, al menos a mí, me paraliza, porque además le acompaña el miedo, y el miedo  -ya se sabe-, cuando no está fundamentado desemboca en la dispersión y en una constate autocensura. El miedo arbitrario nos acota el paisaje interior y nos va reduciendo el espacio –cualquier espacio- hasta que casi no podemos movernos.
Con  esto del miedo, que no es ninguna tontería, resulta que ya estamos por Fuentes de Ebro, el pueblo conocido por sus cebollas dulzonas.  Mis padres, cuando pasaban por aquí alguna vez, compraban cebollas.  ¿Para qué comprar cebollas que no pican?...   Yo, ahora, tan sólo compraría luz, una luz anímica que me redescubriera el amplio amor de los días y de la vida, que me ensanchara esos horizontes ocultos y atenazados por el miedo.  Yo, ahora, ahora mismo, compraría tiempo, tiempo atemporal y sosiego, y, honda y limpia respiración.  Respirar en profundidad es muy importante, como ya sabemos. Y por supuesto, accedería a todo tipo de curvas, semicírculos y serpenteantes ondulaciones (como ya he dicho cientos de veces), pero nunca, ya, a la clásica y consabida elipse…, imperturbablemente descendente, siempre en descenso.

Sí, hay que respirar.  Pero yo muchas veces, demasiadas, sé que he vivido sin respirar, he vivido sin aire y, he vivido hasta sin luz;  así es, hasta sin luz, por increíble que parezca.


VOMITANDO  LA  REDUNDANTE  TONTERÍA   
24 de  enero 2012        (bodega)
 (Texto encontrado en otras carpetas y añadido aquí aleatoriamente)


Reventando la muerte, los silencios, la sordidez, la ausencia (todas las ausencias), la soledad. Cualquier soledad.

Reventando aún más, todavía más, si es que aún era posible superarse y superar el listón.

Todos los días del mundo están en mi memoria, imperturbablemente instalados en mi memoria, deliberadamente dispersa, quizá.  Memoria viva, que raya en la insolencia y llega a la mordacidad, porque la mordacidad –para quién no lo sepa- es una defensa, y sobre todo, en algunos casos –el caso personal, sin duda- para defenderse de la ñoñería y la estupidez.

  Todos los días del mundo ya están en mi memoria, y nunca me podré librar de ellos. Sólo son unos cuantos días, pongamos que doscientos o trescientos, por ejemplo, pero son todos los días de este mundo.

La gente habla de la jubilación o de jubilarse con naturalidad y hasta –incluso- con alegría.  Lo oigo, lo escucho ahora mismo.  La vida es una pura frivolidad acompañada, permanentemente además, de la larga y densa sombra del dramatismo (éste, disfrazado de lo que sea) hasta el mismo día del fin.  Pero esto, claro, hay que callárselo y seguir, como si nada, en el mundo de Heidi, pues casi nadie quiere saberlo, o simplemente reconocerlo mínimamente. Ni siquiera por instinto de investigación personal o “experiencia” existencial.

La vida es un excremento muy solemne, sí, que acumula en torno suyo –sin rechistar- toda la solemnidad de la que queramos revestirla.  “La vida”, obviamente, no se queja.  Lo mismo le da que le regalemos unas pobres margaritas silvestres que le pongamos encima una lujosa capa de bordados en oro, porque la vida, evidentemente no es nadie. Somos nosotros quienes llevamos las margaritas o la capa, o marchamos embarrados hasta la cintura por la ciénaga de los días.  Esto, que es tan escalofriantemente obvio, se nos olvida cada día, por lo que redunda en las simplezas e insufribles blandenguerías en las que reincidimos (todos) una y otra vez, y al final, de vez en cuando, acabamos vomitando y le echamos la culpa a la ensalada, que no nos ha sentado bien, pero la culpa, si es que la hay, es de la tontería, y lo que a veces no digerimos –ni siquiera inconscientemente- es el empacho de simplicidad y redundante tontería, muy bien dosificadas en los momentos precisos, en los que nos creemos todo, o queremos creernos todo, lo que ya –en este caso- no tiene ninguna disculpa (tiene disculpa el desconocimiento, la cándida ignorancia, pero no la alevosía ni el fingimiento de querer ignorar).  El redundar en exceso –sea en lo que fuere- es algo que se paga, y además empacha, y mucho.  Y aunque nosotros no tenemos la “culpa” (vocablo éste que ha regido toda nuestra infancia), lo cierto es que tragamos; y mirando o no para otro lado, seguimos tragando, con lo que la náusea, aunque sea periódicamente, está asegurada. Y así, claro está, un buen día vomitamos hasta la extenuación.

La vida, sí, o salvo excepciones puntuales que siempre se dan, es un excremento, o una mierda, por decirlo con cierto rigor drástico y nula elegancia.  Luego, en torno a ella y su cotidianidad, gravitan las distintas y multivariadas circunstancias y teatralidades que la acompañan. Pero todo esto ya lo sabemos desde hace mucho, mucho tiempo demasiado tiempo.  Ya lo sabemos algunos;  y esto hay que puntualizarlo modesta pero realistamente.  Sí, sobre todo –esto es lo importante-, realistamente.

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