REGRESO EN EL TREN A LA CIUDAD
(22 de
enero, 2012)
Ayer, de ida, podían verse viajar, ascendentes y dispersos, unos grupos de nubes
inciertas que no daban ni aportaban ninguna clave emocional. Era la tarde, ya en la segunda quincena de
enero. Traducía yo –o así lo creía-
mentalmente todo aquel discurso escenográfico sin conseguir ubicarlo en el
particular e intransferible estado ambiental a que estamos sometidos
–queriéndolo o no- cada ser humano, en
los distintos días y estaciones de años.
Hoy, de regreso en el tren otra
vez a la ciudad, digiero o asimilo vagamente el despertar de esta mañana, el
lento y muy duro levantarme de la cama, ya desde hace tanto, tanto tiempo.
Hay un dolor lírico e inmenso en
la prosa y la poesía no escrita; un dolor que se traduce casi siempre en las
formas fugaces y consecutivas del paisaje; un estado anímico casi común
(consciente o inconscientemente) a todo ser humano. Lo que nos separa, en todo caso, es la
“digestión”, la “asimilación” mínimamente correcta, instintivamente acertada…,
o errada.
El miedo, una vez más y con sus
múltiples y variadísimos disfraces, ha venido hoy, esta mañana, con toda la
flema y diplomacia, con el silencio y el sigilo que le caracteriza. El miedo, si, es ese ente abstracto del que
tanto he hablado y escrito, y del que
tanto hablaré y escribiré todavía, seguramente… no sé si como terapia o
autoafirmación de no sé qué, aunque no sea mi intención deliberada, pero, el inconsciente
siempre se obceca en aflorar. Para qué impedírselo entonces.
El miedo, también viaja con los
días azules de luz intensa, en esos días
de la estación del año en que la luz se prolonga. El miedo es caprichoso. El miedo, prescinde
del pudor para visitarnos y llega en un momento cualquiera, sin avisar, y
muchas veces hasta sin presentarse. Ni
siquiera tiene la cortesía de decirnos
“Buenas, soy el Miedo, y viajo al mismo sitio que usted y, si no le
importa, me voy a sentar a su lado hasta llegar a la ciudad. Quizá no sea de su agrado, pero eso es igual,
porque para eso soy el Miedo y puedo permitirme visitar y acompañar a quién me
da la gana”.
Pero el miedo, quizá se encuentra
también y sobre todo –aunque esto es muy poco o nada literario, lo sé-
agazapado entre las horas inactivas cuando el tiempo se dilata, aparentemente
estéril, sin provecho alguno, cuando uno se abandona al precario ritmo de la
indolencia y la desgana. El tiempo, mal
distribuido o disperso, al menos a mí, me paraliza, porque además le acompaña
el miedo, y el miedo -ya se sabe-,
cuando no está fundamentado desemboca en la dispersión y en una constate
autocensura. El miedo arbitrario nos acota el paisaje interior y nos va
reduciendo el espacio –cualquier espacio- hasta que casi no podemos movernos.
Con esto del miedo, que no es ninguna tontería,
resulta que ya estamos por Fuentes de Ebro, el pueblo conocido por sus cebollas
dulzonas. Mis padres, cuando pasaban por
aquí alguna vez, compraban cebollas.
¿Para qué comprar cebollas que no pican?... Yo, ahora, tan sólo compraría luz, una luz
anímica que me redescubriera el amplio amor de los días y de la vida, que me
ensanchara esos horizontes ocultos y atenazados por el miedo. Yo, ahora, ahora mismo, compraría tiempo,
tiempo atemporal y sosiego, y, honda y limpia respiración. Respirar en profundidad es muy importante,
como ya sabemos. Y por supuesto, accedería a todo tipo de curvas, semicírculos
y serpenteantes ondulaciones (como ya he dicho cientos de veces), pero nunca,
ya, a la clásica y consabida elipse…, imperturbablemente descendente, siempre
en descenso.
Sí, hay que respirar. Pero yo muchas veces, demasiadas, sé que he
vivido sin respirar, he vivido sin aire y, he vivido hasta sin luz; así es, hasta sin luz, por increíble que
parezca.
VOMITANDO LA
REDUNDANTE TONTERÍA
24 de enero 2012 (bodega)
(Texto
encontrado en otras carpetas y añadido aquí aleatoriamente)
Reventando la muerte, los
silencios, la sordidez, la ausencia (todas las ausencias), la soledad.
Cualquier soledad.
Reventando aún más, todavía más,
si es que aún era posible superarse y superar el listón.
Todos los días del mundo están en
mi memoria, imperturbablemente instalados en mi memoria, deliberadamente
dispersa, quizá. Memoria viva, que raya en
la insolencia y llega a la mordacidad, porque la mordacidad –para quién no lo
sepa- es una defensa, y sobre todo, en algunos casos –el caso personal, sin
duda- para defenderse de la ñoñería y la estupidez.
Todos los días del mundo ya están en mi memoria, y nunca me podré librar
de ellos. Sólo son unos cuantos días, pongamos que doscientos o trescientos,
por ejemplo, pero son todos los días de este mundo.
La gente habla de la jubilación o
de jubilarse con naturalidad y hasta –incluso- con alegría. Lo oigo, lo escucho ahora mismo. La vida es una pura frivolidad acompañada,
permanentemente además, de la larga y densa sombra del dramatismo (éste,
disfrazado de lo que sea) hasta el mismo día del fin. Pero esto, claro, hay que callárselo y
seguir, como si nada, en el mundo de Heidi, pues casi nadie quiere saberlo, o
simplemente reconocerlo mínimamente. Ni siquiera por instinto de investigación
personal o “experiencia” existencial.
La vida es un excremento muy
solemne, sí, que acumula en torno suyo –sin rechistar- toda la solemnidad de la
que queramos revestirla. “La vida”,
obviamente, no se queja. Lo mismo le da
que le regalemos unas pobres margaritas silvestres que le pongamos encima una
lujosa capa de bordados en oro, porque la vida, evidentemente no es nadie.
Somos nosotros quienes llevamos las margaritas o la capa, o marchamos
embarrados hasta la cintura por la ciénaga de los días. Esto, que es tan escalofriantemente obvio, se
nos olvida cada día, por lo que redunda en las simplezas e insufribles
blandenguerías en las que reincidimos (todos) una y otra vez, y al final, de
vez en cuando, acabamos vomitando y le echamos la culpa a la ensalada, que no
nos ha sentado bien, pero la culpa, si es que la hay, es de la tontería, y lo
que a veces no digerimos –ni siquiera inconscientemente- es el empacho de
simplicidad y redundante tontería, muy bien dosificadas en los momentos
precisos, en los que nos creemos todo, o queremos creernos todo, lo que ya –en
este caso- no tiene ninguna disculpa (tiene disculpa el desconocimiento, la
cándida ignorancia, pero no la alevosía ni el fingimiento de querer
ignorar). El redundar en exceso –sea en
lo que fuere- es algo que se paga, y además empacha, y mucho. Y aunque nosotros no tenemos la “culpa”
(vocablo éste que ha regido toda nuestra infancia), lo cierto es que tragamos;
y mirando o no para otro lado, seguimos tragando, con lo que la náusea, aunque
sea periódicamente, está asegurada. Y así, claro está, un buen día vomitamos
hasta la extenuación.
La vida, sí, o salvo excepciones
puntuales que siempre se dan, es un excremento, o una mierda, por decirlo con
cierto rigor drástico y nula elegancia.
Luego, en torno a ella y su cotidianidad, gravitan las distintas y
multivariadas circunstancias y teatralidades que la acompañan. Pero todo esto
ya lo sabemos desde hace mucho, mucho tiempo demasiado tiempo. Ya lo sabemos algunos; y esto hay que puntualizarlo modesta pero realistamente. Sí, sobre todo –esto es lo importante-,
realistamente.
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