20 de marzo. (El señor que transporta el féretro)
Voy
con mi propio féretro por la calle, y sin embargo, nadie me dice nada ni a
nadie le sorprende, lo cual es un alivio y una gran tranquilidad.
Sería
terrible, además de agotador, que encima de llevar mi propio féretro tuviera
que andar por ahí disimulándolo: “No, no es lo que parece”; o diciendo que no es para mí ese ataúd, sino
para un amigo que se ha muerto de golpe y, como no tiene familia, me ha pedido
que se lo lleve, pues dice que le da cosa que le metan en la tierra fría, así,
sin nada. También dicen que lo dice el
adúltero descuidado cuando es sorprendido in fraganti: “No, no, fulanita, no es
lo que parece”.
Pero
lo cierto, señores, es que el féretro pese lo suyo.
Hoy,
por ejemplo, llevo el féretro al hombro, al igual que ayer llevaba a Cuquita a
un concurso de belleza, ¿o era un concurso de escultura? Ya da igual.
Hace tiempo que da igual o es exactamente lo mismo. Pero lo que no se sabe, ni con remota
certeza, el por qué va uno por las
calles y los días con un peso tan neto y rotundo; y, ahora que está de moda –hace ya un tiempo- la interactividad… ¿alguien podría decirme o adivinar para qué
llevamos semejante peso, pudiendo, quizá, ir más descansados?
A
veces, ya harto, dejo el féretro en el suelo y descanso un rato en mitad de la
calle. Me quedo entonces mirando
interrogado y perplejo. ¿Cómo puedo
llevar este féretro a casi todos los sitios, amando tanto como uno ama, y
pesando tanto como pesa esta caja de madera?
Sí, ya sé, uno todavía está bastante fuerte, pero, ¿pero, para qué
llevar tanto peso a casi todos los sitios?
Lo
miro, tal vez e soslayo. Es un ataúd
normal, ni pomposo ni excesivamente modesto.
Y me vuelvo a interrogar una vez más, seguramente sin un mínimo gesto y
sin mucha consciencia de este interrogante que se cierne una vez más sobre
mí. ¿Por qué no me echo a correr y lo
dejo aquí, en medio de la calle? ¿Quién
me lo impide? ¿Quién puede saber que es
mío? ¿Quién podría decirme, con total rotundidad, “Eh, señor, que se olvida el ataúd”. “¿Quién, yo?
Y entonces respondería como Pedro cuando, según dicen, negó a Jesús:
“No, no es mío ese ataúd. No lo he visto
jamás. Usted se equivoca, yo no soy el
propietario. Seguramente será de alguien
que iba al cementerio, o de alguien que cumple una promesa mortificante, o que
acude a un carnaval… o qué sé yo. No, no es mío –diré sumamente inquieto
cuando ya empiezan a llegar hasta el lugar los municipales-, no lo he visto en la vida, esto es un
error. Señores, acaso me ven cara de
trastornado. ¿Para qué iba a llevar
conmigo un ataúd? Menuda
ocurrencia. No, les digo que no es
mío”. Y el ataúd se quedará ahí, en
mitad de la calle, sin dueño ni nadie que lo reclame.
Hoy,
dicen, que ha empezado la primavera; la primavera cronológica, claro está. Así que es primavera y sin llover. Es primavera y yo con estas pintas, con estos
pelos (sin pelo, quiero decir) y esta
cara. Cualquiera diría que acabo de
dejar una gran carga…
No
lo digan a nadie, pues es mi gran secreto: He dejado el ataúd que traía en
medio de la calle. Luego, después de una
pequeña algarabía callejera de dimes y diretes que pretendían endosarme de
nuevo el ataúd, me he largado de allí, poco a poco, nervioso y despacio al
principio, y más tarde acelerando el
paso y, luego, corriendo a todo correr como un loco, sí, como un loco que se
había vuelto cuerdo de repente. Y aquí
estoy, tan tranquilo, escribiendo estas notas como si fuese pleno invierno, u
otoño, o, yo estuviese en Marte, definitivamente en Marte. Sólo sé que me duelen los brazos
horriblemente, como si hubiera llevado un cargamento de piedras. ¿Será una incipiente artritis, o estaré
viviendo en Marte realmente?
No hay comentarios:
Publicar un comentario