sábado, 15 de junio de 2013

El señor que transporta el féretro



20 de marzo.    (El señor que transporta el féretro)

Voy con mi propio féretro por la calle, y sin embargo, nadie me dice nada ni a nadie le sorprende, lo cual es un alivio y una gran tranquilidad.

Sería terrible, además de agotador, que encima de llevar mi propio féretro tuviera que andar por ahí disimulándolo: “No, no es lo que parece”;  o diciendo que no es para mí ese ataúd, sino para un amigo que se ha muerto de golpe y, como no tiene familia, me ha pedido que se lo lleve, pues dice que le da cosa que le metan en la tierra fría, así, sin nada.  También dicen que lo dice el adúltero descuidado cuando es sorprendido in fraganti: “No, no, fulanita, no es lo que parece”.
Pero lo cierto, señores, es que el féretro pese lo suyo.

Hoy, por ejemplo, llevo el féretro al hombro, al igual que ayer llevaba a Cuquita a un concurso de belleza, ¿o era un concurso de escultura?  Ya da igual.  Hace tiempo que da igual o es exactamente lo mismo.  Pero lo que no se sabe, ni con remota certeza,  el por qué va uno por las calles y los días con un peso tan neto y rotundo; y, ahora que está de moda  –hace ya un tiempo-  la interactividad…  ¿alguien podría decirme o adivinar para qué llevamos semejante peso, pudiendo, quizá, ir más descansados?

A veces, ya harto, dejo el féretro en el suelo y descanso un rato en mitad de la calle.  Me quedo entonces mirando interrogado y perplejo.  ¿Cómo puedo llevar este féretro a casi todos los sitios, amando tanto como uno ama, y pesando tanto como pesa esta caja de madera?  Sí, ya sé, uno todavía está bastante fuerte, pero, ¿pero, para qué llevar tanto peso a casi todos los sitios?

Lo miro, tal vez e soslayo.  Es un ataúd normal, ni pomposo ni excesivamente modesto.  Y me vuelvo a interrogar una vez más, seguramente sin un mínimo gesto y sin mucha consciencia de este interrogante que se cierne una vez más sobre mí.  ¿Por qué no me echo a correr y lo dejo aquí, en medio de la calle?  ¿Quién me lo impide?  ¿Quién puede saber que es mío?  ¿Quién podría decirme, con total rotundidad,  “Eh, señor, que se olvida el ataúd”.  “¿Quién, yo?  Y entonces respondería como Pedro cuando, según dicen, negó a Jesús: “No, no es mío ese ataúd.  No lo he visto jamás.  Usted se equivoca, yo no soy el propietario.  Seguramente será de alguien que iba al cementerio, o de alguien que cumple una promesa mortificante, o que acude a un carnaval…  o qué sé yo.   No, no es mío –diré sumamente inquieto cuando ya empiezan a llegar hasta el lugar los municipales-,  no lo he visto en la vida, esto es un error.  Señores, acaso me ven cara de trastornado.  ¿Para qué iba a llevar conmigo un ataúd?  Menuda ocurrencia.  No, les digo que no es mío”.   Y el ataúd se quedará ahí, en mitad de la calle, sin dueño ni nadie que lo reclame.

Hoy, dicen, que ha empezado la primavera; la primavera cronológica, claro está.  Así que es primavera y sin llover.  Es primavera y yo con estas pintas, con estos pelos (sin pelo, quiero decir)  y esta cara.  Cualquiera diría que acabo de dejar una gran carga…

No lo digan a nadie, pues es mi gran secreto: He dejado el ataúd que traía en medio de la calle.  Luego, después de una pequeña algarabía callejera de dimes y diretes que pretendían endosarme de nuevo el ataúd, me he largado de allí, poco a poco, nervioso y despacio al principio,  y más tarde acelerando el paso y, luego, corriendo a todo correr como un loco, sí, como un loco que se había vuelto cuerdo de repente.  Y aquí estoy, tan tranquilo, escribiendo estas notas como si fuese pleno invierno, u otoño, o, yo estuviese en Marte, definitivamente en Marte.   Sólo sé que me duelen los brazos horriblemente, como si hubiera llevado un cargamento de piedras.  ¿Será una incipiente artritis, o estaré viviendo en Marte realmente?

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