EL ÚLTIMO TREN (sobre 2012...?)
Yo diría que el
último tren es -casi- la madre de todas las metáforas, la
Metáfora por excelencia, algo así como un escarnio sintetizado en una sola metáfora; el drama escenográfico-literario y redundante
de la vida, claro… mientras ésta dura,
hasta el último tren (ya que todo es
una constante redundancia que vendemos
y, hasta nos autovendemos como si ésta fuese nueva.
Hace unos días, mi amor, mi amor
doméstico, que es también el oficial (lo que ya es un lujo), me dijo por
teléfono después de haberle preguntado que cuando venía: “Sí, iré en el último
tren”. Bueno -dije-, ya, lo que quieres decir es el
penúltimo tren, el de la tarde, el que llega a las veintidós quince.
Y es que el último tren, no sé
por qué (o sí lo sé), siempre llega. Pero a veces, y aún siendo ese su destino
último e inexorable, suele quedarse en vía muerta… antes de tiempo, sin que nos
demos cuenta.
Así pues, no hay que subir nunca
al “último tren”, aunque en realidad sea ciertamente así: el último;
pero la cosa es “no saberlo” y seguir siempre el viaje, aunque éste sea
como el de aquella película: El viaje a
ninguna parte. Sí, seguir el viaje,
aunque éste sea hacia la noche, esa noche infinita de la luz permanente que
desearíamos… -¿por qué no?- en brazos del amor… sea el que fuere.
Luego, me dijo: “Pasaremos dos
noches en Morella”. Magnífico
–contesté-, yo también había pensado lo mismo, y qué casualidad, el mismo
hotel.
(Resulta que, como era
previsible, además de prematuro, no era, como ya he dicho antes, el último
tren, sino posiblemente el penúltimo.
Una simple confusión irrelevante; tan irrelevante como casi todo. Bueno, tan irrelevante como TODO.)
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