viernes, 3 de mayo de 2013



                                                                  EL ÚLTIMO TREN     (sobre 2012...?)



                   Yo diría que  el último tren  es  -casi- la madre de todas las metáforas, la Metáfora por excelencia, algo así como un escarnio sintetizado en una sola metáfora;  el drama escenográfico-literario y redundante de la vida, claro…  mientras ésta dura, hasta el último tren   (ya que todo es una constante redundancia que  vendemos  y, hasta nos autovendemos como si ésta fuese nueva.

Hace unos días, mi amor, mi amor doméstico, que es también el oficial (lo que ya es un lujo), me dijo por teléfono después de haberle preguntado que cuando venía: “Sí, iré en el último tren”.    Bueno  -dije-, ya, lo que quieres decir es el penúltimo tren, el de la tarde, el que llega a las veintidós quince.

Y es que el último tren, no sé por qué  (o sí lo sé),  siempre llega.   Pero a veces, y aún siendo ese su destino último e inexorable, suele quedarse en vía muerta… antes de tiempo, sin que nos demos cuenta.

Así pues, no hay que subir nunca al  “último tren”,  aunque en realidad sea ciertamente así: el      último;  pero la cosa es  “no saberlo”  y seguir siempre el viaje, aunque éste sea como el de aquella película: El viaje a ninguna parte.  Sí, seguir el viaje, aunque éste sea hacia la noche, esa noche infinita de la luz permanente que desearíamos…  -¿por qué no?-   en brazos del amor…  sea el que fuere.

Luego, me dijo: “Pasaremos dos noches en Morella”.  Magnífico –contesté-, yo también había pensado lo mismo, y qué casualidad, el mismo hotel.


(Resulta que, como era previsible, además de prematuro, no era, como ya he dicho antes, el último tren, sino posiblemente el penúltimo.   Una simple confusión irrelevante; tan irrelevante como casi todo.  Bueno, tan irrelevante como TODO.)


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