NOTAS EN LA ANTIGUA
BODEGA. (Sobre las pulcras zonas periféricas).
1 de marzo, 2013.
Hace
unos años que pensé que la bodega (antigua) podría llenarse de esas gentes
saturadas y ya aburridas de “naturaleza”, y de lo que yo entonces llamaba –y sigo
llamando- las ajardinadas zonas periféricas: los complejos de asépticos chalets
y zonas precipitada y urgentemente “lujosas”; ese lujo de cartón-piedra sin
pátina alguna de historia.
Eso,
aquí en la bodega, hoy se ve cada día más en estos ya largos años que vengo con
cierta periodicidad. Pero feliz y
egoístamente para mí, con la distancia que la separa del centro histórico
clásico, la ha ido salvando de las modas neo-populares u esnobismos cotidianos
que, sobre todo, siempre son más visibles, y es lógico, en fines de semana.
La bodega
tiene un público diverso y fiel, de varias clases sociales y sobre todo, en el
amplio sentido, un público-clientela auténtico que, en su mayoría, no va de
nada, sino sólo a pasar un rato agradable y desinhibido, charlar
desenfadadamente y tomar unas anchoas en salmuera (a mí me gustan los penillos)
o un vermut casero, por ejemplo, entre otras muchas cosas…
La
bodega, en síntesis, no ha cambiado ni “me” la han transformado en un centro
temático para –repito- neo-esnobistas de
última hora. La bodega es, sin lugar a
dudas, el único local auténtico que se conserva en esta ciudad. Y esto, ya, sin
entrar a describir a sus propietarios, lo cual parecería puro y simple
peloteo. Pero si otro día hago unas
notas de lo que creo es su acertada gestión, será otra historia. Hoy no toca.
RECUERDOS DEL NORTE (desde la bodega),
26, abril, 2013.
Las
pocas veces que llueve en esta desolada
región me acuerdo del norte. Y para mí,
hablar del Norte es hablar de Asturias,
de Oviedo y de un caserío idílico –así lo recuerdo- muy cercano a la capital, y
que era donde nació mi padre.
El
Norte…: Cómo puede gustar algo y ser a la vez antagónico al estado emocional e
incluso vital de alguien, de mí.
Días
de lluvia, adolescencia y niñez que, en todo caso, sólo fue una parte
testimonial de éstas, lo suficiente para guardar en los altillos del recuerdo
paisajes, olores, colores y, sobre todo –ay- sensaciones. Días empapados de
bosques (a mi me parecían inmensos, y no lo eran), praderas, lluvia fina, leve
azul en los pocos días despejados y, muchachas de la escuela a las que yo,
quizá en un alarde insólito de atrevimiento, o con escusa de algunos deberes de
la escuela o lo que fuese, acompañaba a la mínima aldea. Pero un niño venido
provisionalmente de la entonces lejana ciudad del valle del Ebro, difícilmente
dejaba de ser un forastero.
Luego,
la siguiente época, el año escaso que estudié ya en la capital, como era
lógico, la “vida” ya no estaba en el misticismo natural e instintivamente
ritual del caserío, con sus vacas, gallinas, montes y cuidadas praderas, sino
en el centro de la ciudad donde, naturalmente, existía la posibilidad de
encontrarme a alguna de las muchachas que acudían al instituto cercano a donde
yo iba.
Y
qué decir más… Pues que allí en Oviedo, y quién sabe si venidas desde los
antiguos bosques de Tracia o Arcadia, estaban las ninfas, sí, aquellas
muchachas que cortaban la respiración, detenían mi tiempo y desbordaban todo un
mundo ya predispuesto, de antemano, a ser rebasado por cualquier maravilla
todavía mayor; y la única maravilla resulta que sólo residía –quizá- en la
adolescencia, que es como una de las pocas ciencias, por así decirlo, inasibles
de la vida, tan fugaz en cualquier ser humano, sí…
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