ESCRIBIR
(15 de Enero 2011,
en la bodega)
Escribir. Hay que escribir -a veces-
lo que sea porque si no te sale un cáncer.
A
mí, por ejemplo (el único ejemplo que me
interesa), es que me puede salir
cualquier tipo de cáncer si no escribo
lo que sea en este momento, pero lo peor: un cáncer lentificado, subterráneo y
sordo… o el peor de los cánceres, un
cáncer mental y no detectable por la medicina convencional.
Todos
los días vivo como en una especie de sueño existencial del que espero, quizá
remotamente, aunque con poca esperanza, despertar alguna vez.
Las
mañanas… Por las mañanas siempre
pienso en el amor, o en los amores perdidos; el que pudo ser, o el que ya
tengo, o en el amor que quizá
-¡todavía¡- podría llegar. Y cuando voy a coger las galletas y cereales
a la alacena, al agacharme noto un extraño dolor ilocalizable, leve y
corrosivo. A veces incluso se localiza
éste en las rodillas (pero yo sé que no “sólo” es en las rodillas), que
lógicamente están castigadas por un deporte irregular y anárquico, aunque también
a veces disciplinado, y quizá excesivo, como casi todo, tal vez como la propia
vida, que también es excesiva porque nos
mata con su vida…,
o su no-vida. Pero si ese deporte
es o fuese un exceso, en todo caso es necesario para no morir de tantas horas y
días que nunca han sido ni serán apuntadas en la cotidianidad de cualquier
biografía anónima o personal.
Sí,
por las mañanas veo la cuesta ascendente, sin concesiones, y pienso una vez más
y difusamente en el amor, o cómo podría ser un nuevo amor, ahora, con todo el
anacronismo desesperanzado y casi patológico del pesimismo.
Por
las mañanas, este armazón de huesos y músculos que me lleva y me soporta, se
desplaza por el piso con un infinito dolor moral o metafísico que ni siquiera
intentaré describir ahora, porque tal vez sería agotador y además estéril.
Sí, pienso en el amor, abstractamente. Pienso
-por evidente- que empieza un nuevo día y, nuevamente no voy a ser digno de él,
porque el día hay que ganárselo,
honestamente, hora tras
hora, como el pan. El día que empieza
es un pan que hay que cocer, lentamente,
pero sin descuidarse, hasta dorarlo con levedad, y luego una parte es para nosotros y la
otra (según creamos, a nuestro criterio) es para regalar o compartir –esto parece
cursi, lo sé- en un momento
indeterminado que nosotros elegimos. El
nuevo día es una lección cruda y cruel –y a veces grosera- de filosofía pura…, pero uno, es que ya se
encuentra –quizá- en el término
delirante de tanta
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