4 de marzo, 2013
He pasado por el café Las Glorias y,
cosa extraña: había unas niñas monas tras el cristal. Luego, por lo que fue El Ángel Azul, hoy
transformado en ese tipo de tabernas irlandesas –o similar- sin encanto
alguno. El café más fascinante, aunque
apócrifo también, es el café El Sol.
Cuando descubrí dicho café, hace más
dedos décadas o así, fue en compañía de una anticuaria que tenía algunos años
más que yo. Esta señora (¿?) era una verdadera
enciclopedia del modernismo y el Art Decó, pero además, conocía historias y
noticias singulares del final de XIX y principios de XX. La conversación entre ambos era fluida y a
veces, mezclando temas –históricos- de arquitectura, pintura y cabarets yo me
llegaba a entusiasmar. Lo obvio es que era un momento de juventud, fantasía y
soledad en mi vida, por lo que reunía el cóctel de ingredientes necesario para una
fácil predisposición a cualquier entusiasmo.
Hay que decir que el Café El Sol
estaba en su máximo apogeo (hoy sigue siendo bellísimo…). En él había una
juventud luminosa y generalmente culta, o al menos así lo recuerdo, aunque la
luminosidad igual sólo residía en mí, y, en aquella propia juventud de la que
no era consciente, como le pasa a todo el mundo.
Esta anticuaria, que más bien tenía un
local modesto, atesoraba verdaderas delicadezas de las que yo, en aquel
entonces, le compré unas cuantas. Tenía unos portarretratos isabelinos con
copetes de bronce que eran toda una delicia por su variedad y finura, además de
un largo etcétera de todo tipo de detalles mínimos y exquisitos. También de
aquella época son algunas lámparas y apliques modernistas que hoy cuelgan en
techos y paredes de casa.
Pero volviendo a nuestras
conversaciones de café, casi siempre, o siempre, me ocurría lo mismo: había un
momento en la noche en que me llegaba a saturar, y en principio nunca sabía por
qué. A veces, e imprevisiblemente, en un momento dado de la intensa
conversación me rozaba la mano y me miraba extrañamente, y entonces sentía una
doble sensación de desagrado, pues pensaba que eran prejuicios infundados por
mi parte y a la vez, me desagradaba sincera y profundamente; era así –aunque en
ese momento quizá me lo quería negar a mí mismo- cuando llegaba a ese punto de
saturación antes mencionado. ¿Era su
rostro andrógino? ¿Quizá la secreta
indefinición de su sexo? En todo caso, yo
quería ser educado, pero lo que sí sabía, aunque me cortara un poco, es que
había llegado el momento de irme, y no por prejuicios extemporáneos, sino
porque la lección de modernismo y decó –así creía justificarme yo- había
llegado a su término.
En el camino hacia casa de aquel
invierno, yo sabía que allí estaba mi amor, una bella joven lo más parecido a
una ninfa contemporánea, pero ésta, como ocurre en esos periodos de la vida (y
del género…) estaba con su pensamiento ocupado en nuestra hija, todavía muy
pequeña entonces: bolita torpemente andariega de pañales y colonias insípidas,
que a mí –las colonias, digo- no me decían nada e incluso me alejaban de casa instintivamente
sin saber por qué.
No sé si las cosas han vuelto a un
cauce lógico de aceptación de las diferencias hombre-mujer, pero sigo teniendo
la impresión que si se incide en esas básicas e innegables diferencias, por
otra parte evidentes, a veces a eso se le llama machismo, y uno, se sigue
quedando con cara perpleja o de estupefacción, pues uno es muy delicado y no se
considera machista en absoluto. Aunque nunca se sabe… que nadie es perfecto.
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