miércoles, 27 de marzo de 2013

Recuerdos del Café El Sol






4 de marzo, 2013
He pasado por el café Las Glorias y, cosa extraña: había unas niñas monas tras el cristal.  Luego, por lo que fue El Ángel Azul, hoy transformado en ese tipo de tabernas irlandesas –o similar- sin encanto alguno.  El café más fascinante, aunque apócrifo también, es el café El Sol.
Cuando descubrí dicho café, hace más dedos décadas o así, fue en compañía de una anticuaria que tenía algunos años más que yo. Esta señora  (¿?) era una verdadera enciclopedia del modernismo y el Art Decó, pero además, conocía historias y noticias singulares del final de XIX y principios de XX.  La conversación entre ambos era fluida y a veces, mezclando temas –históricos- de arquitectura, pintura y cabarets yo me llegaba a entusiasmar. Lo obvio es que era un momento de juventud, fantasía y soledad en mi vida, por lo que reunía el cóctel de ingredientes necesario para una fácil predisposición a cualquier entusiasmo.
Hay que decir que el Café El Sol estaba en su máximo apogeo (hoy sigue siendo bellísimo…). En él había una juventud luminosa y generalmente culta, o al menos así lo recuerdo, aunque la luminosidad igual sólo residía en mí, y, en aquella propia juventud de la que no era consciente, como le pasa a todo el mundo.
Esta anticuaria, que más bien tenía un local modesto, atesoraba verdaderas delicadezas de las que yo, en aquel entonces, le compré unas cuantas. Tenía unos portarretratos isabelinos con copetes de bronce que eran toda una delicia por su variedad y finura, además de un largo etcétera de todo tipo de detalles mínimos y exquisitos. También de aquella época son algunas lámparas y apliques modernistas que hoy cuelgan en techos y paredes de casa.
Pero volviendo a nuestras conversaciones de café, casi siempre, o siempre, me ocurría lo mismo: había un momento en la noche en que me llegaba a saturar, y en principio nunca sabía por qué. A veces, e imprevisiblemente, en un momento dado de la intensa conversación me rozaba la mano y me miraba extrañamente, y entonces sentía una doble sensación de desagrado, pues pensaba que eran prejuicios infundados por mi parte y a la vez, me desagradaba sincera y profundamente; era así –aunque en ese momento quizá me lo quería negar a mí mismo- cuando llegaba a ese punto de saturación antes mencionado.  ¿Era su rostro andrógino?  ¿Quizá la secreta indefinición de su sexo?  En todo caso, yo quería ser educado, pero lo que sí sabía, aunque me cortara un poco, es que había llegado el momento de irme, y no por prejuicios extemporáneos, sino porque la lección de modernismo y decó –así creía justificarme yo- había llegado a su término.
En el camino hacia casa de aquel invierno, yo sabía que allí estaba mi amor, una bella joven lo más parecido a una ninfa contemporánea, pero ésta, como ocurre en esos periodos de la vida (y del género…) estaba con su pensamiento ocupado en nuestra hija, todavía muy pequeña entonces: bolita torpemente andariega de pañales y colonias insípidas, que a mí –las colonias, digo- no me decían nada e incluso me alejaban de casa instintivamente sin saber por qué.
No sé si las cosas han vuelto a un cauce lógico de aceptación de las diferencias hombre-mujer, pero sigo teniendo la impresión que si se incide en esas básicas e innegables diferencias, por otra parte evidentes, a veces a eso se le llama machismo, y uno, se sigue quedando con cara perpleja o de estupefacción, pues uno es muy delicado y no se considera machista en absoluto. Aunque nunca se sabe… que nadie es perfecto.


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