20 de febrero, 2012. (pasado al blog el 22 de marzo de 2013.)
Llevo
un abrigo negro, de paño bueno. Me
gustan los abrigos.
Mi
abrigo no es de espiguilla, como aquel del hombre gris y triste de la novela,
Boleslao. Sí, era Boleslao.
No
sé si mi abrigo será el último o el penúltimo…
El abrigo del personaje aquí aludido, sabe, instintivamente, que ese
abrigo suyo de espiguilla va a ser su último abrigo. Y así se deja entrever, casi con toda
obviedad, al final de la novela.
Mi
abrigo es de corte clásico, más bien largo pero discreto.
Me
he acordado mucho de las escenas/secuencias del personaje gris, pero
inteligente, de la novela. La gente
(algunos) escribe o escribimos por gusto, por necesidad y también por
comunicarnos, aunque esto sea posteriormente, e incluso no llegue a producirse
(a compartirse) tal comunicación en un futuro inmediato, o aunque luego tampoco
se produzca tal circunstancia.
Y
ya que el personal –mayoritariamente- carece de la más mínima sinceridad, yo no
me creo lo que a veces van diciendo por ahí de que “yo escribo para mí…” y todo eso.
Naturalmente que uno, en principio, escribe por satisfacción, placer e
incluso urgente necesidad, faltaría más; no haría falta ni decirlo. Pero luego pasan las horas y los días y,
antes de que pasen muchos más días, si uno sinceramente no ha compartido con
nadie esas notas, quizá se ve en la necesidad urgente de volver a empezar, de
volver a anotar o escribir lo que sea, de renovar la secreta liturgia que
existe, tácita, entre el papel y la pluma, la soledad y/o el intimismo, pues la
soledad nunca es tal, en un sentido drástico.
La soledad, y como síntesis extremo de definición, es un proyecto de
comunicación a corto o medio plazo, y más bien a corto plazo, porque sino no
hay tal soledad, sino que por decantación moral y existencial sólo hay destrucción,
o autodestrucción.
Este
año tal vez he cuidado poco mi abrigo, que sólo tiene dos o tres
temporadas. Este año lo he ido dejando
un poco abandonado por cafés y tabernas, un poco desordenado (nunca de
cualquier manera) sobre alguna de esas sempiternas sillas tonet que hay en cualquier
café o bodega que pueda preciarse de cierta historia acumulada, o sino, de
cierto natural encanto; sí, digo
encanto, pero encanto sin mariconadas, por favor, que ya está bien
de tanto “encanto” fingido y de diseño, de tanta imbecilidad estructurada, que
ya no cuela; es que sencillamente ya no cuela después de tanto empacho de
tontería borreguilmente colectiva.
Veo
mi abrigo, como reposa doblado sobre una silla tonet, como dios manda. El forro es de un brillo que hace como aguas
de las que refulgen varios colores indeterminados… morado, carmín grazna, azul
cobalto. Tiene mi abrigo
-es cursi y retrospectivamente machadiano, pero es cierto- el color popular del vino de las tabernas
y, una marca italiana de esas caras,
quizá para compensar, pues uno, aunque sea algo disimulada, tiene cierta
elegancia, ¿no?
En
nuestra generación, en aquella generación confusamente progre, estaba como mal
visto el llevar ciertos atuendos considerados como burgueses. Y aunque ahora
parezca que todo se ha aceptado siempre con naturalidad, no es cierto. Pero ya
entonces me chirriaba, y mucho, el término “progre”, tan indefinido y disperso como otros tantos
vocablos de entonces y de ahora. Progre
me resultaba insípido, liviano y, no me decía absolutamente nada. Pero menos aún me gustaba la ambigua y
absurda expresión de “rojeras”… aquellos
rojeras de nuestra sociedad que acabaron donde tenían que acabar, en nada, pues
la dispersión, ambigüedad e indefinición ideológica siempre vuelve a su cauce,
como casi todo. Y qué insulto sublimado,
me parecía ya entonces, llamar “rojeras” a la gente con Ideología. Aquellos progres,
y sobre todo los rojeras de entonces, hoy, sin lugar a duda alguna, son la casta
más light e insulsa de nuestra sociedad.
Y sé lo que me digo. Al menos, la
gente de derechas o conservadora de toda la vida tiene principios (sus
principios, claro está), y no renuncian ni se arrepienten ni, mucho menos, se
avergüenzan de sí mismos, sino que sutilmente –lo he visto muchas veces- siguen
preconizando una pertinaz apología de su perspectiva reaccionaria del mundo (de
su mundo), pero hay que reconocerles que son muy convincentes y han sido muy
eficaces, han sabido esperar, pues defienden “lo grande”, “lo eterno”, “lo
sólido”, “su patria” (qué miedo da el
concepto “patria” aquí en occidente: cuanto fascismo y neofascismo), que es lo
suyo, pues tienen mucho, muchísimo que defender, y desde la perspectiva de su
mundo, es sumamente legítimo. Y
sumamente respetable.
Quién
esto escribe nunca ha tenido dudas que el mayor enemigo de una sociedad es la
gente sin principios, sin base sólida, aquellos
que vagan en una diafanidad ideológica/desideologizada y que es
“elástica” hasta el infinito. El otro
peligro, y no porque lo diga yo, sino porque es todo un clásico, un triste
clásico, es el cándido y siempre tierno idealismo; el idealismo que se
encuentra en la ribera insalvable de lo incuestionablemente utópico. La utopía tiene la dudosa virtud de no
representar un peligro para nadie, lo cual es como hacer magia o creer en los
milagros, y claro está, es ésta la “ideología” de recambio y distracción de las
clases reaccionarias, clases con
principios sólidos y mucho que defender, las que en un momento de peligro real
incentivan el idealismo utópico de los pueblos, desempolvan el juguete de
entretenimiento de la Utopía, mientras se consigue el tiempo necesario para
reorganizar, perfectamente, a las fuerzas represoras. El idealismo utópico
nunca está organizado, y eso, los de los Valores Eternos, lo saben muy bien.
Los del núcleo de los Valores Eternos: la gran banca, las transnacionales y
todo eso, estuvieron apoyando durante décadas, en oposición al tan entonces
organizado socialismo real, o comunismo, las absurdas y perniciosas tesis de la
“revolución permanente” del trotskismo, absurdas y perniciosas por utópicas;
pero eso es lo que quería el régimen “democrático” del “mundo libre”, al igual que lo quiere hoy: la utopía, la
desmovilización, la confusión y el enfrentamiento de los pueblos. Y Así
siempre. El trotskismo fue uno de los pilares indispensables que el régimen
(“democrático”) esgrimió y, sobre todo, puso sutilmente en manos de los cándidos revolucionarios para dividirlos y enfrentarlos entre sí. La
cosa, como se sabe, no pudo ser más exitosa.
Bueno,
que me he ido un poco por las ramas, pero, con sumo placer.
Veo
que mi abrigo reposa, quizá duerme. Es
ajeno a todo trasiego de indolencia mental porque quizá ha vivido, aunque sea
de reojo, siendo todavía tan joven, unas
cuantas batallas y secuencias producidas en su entorno, a mi lado, tan cerca y
tan lejos de todo. Mi abrigo (o todos
los abrigos que he llevado), ya empieza a tener el color anímico e
indeterminado de la atemporalidad cansada.
O supuestamente cansada.
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