viernes, 8 de marzo de 2013



REGRESO EN EL TREN A LA CIUDAD                                                       (22  de  enero,      2012)




Ayer,  de ida, podían verse viajar,  ascendentes y dispersos, unos grupos de nubes inciertas que no daban ni aportaban ninguna clave emocional.  Era la tarde, ya en la segunda quincena de enero.  Traducía yo –o así lo creía- mentalmente todo aquel discurso escenográfico sin conseguir ubicarlo en el particular e intransferible estado ambiental a que estamos sometidos –queriéndolo o no-  cada ser humano, en los distintos días y estaciones de años.

Hoy, de regreso en el tren otra vez a la ciudad, digiero o asimilo vagamente el despertar de esta mañana, el lento y muy duro levantarme de la cama, ya desde hace tanto, tanto tiempo.

Hay un dolor lírico e inmenso en la prosa y la poesía no escrita; un dolor que se traduce casi siempre en las formas fugaces y consecutivas del paisaje; un estado anímico casi común (consciente o inconscientemente) a todo ser humano.  Lo que nos separa, en todo caso, es la “digestión”, la “asimilación” mínimamente correcta, instintivamente acertada…, o errada.

El miedo, una vez más y con sus múltiples y variadísimos disfraces, ha venido hoy, esta mañana, con toda la flema y diplomacia, con el silencio y el sigilo que le caracteriza.  El miedo, si, es ese ente abstracto del que tanto he hablado y  escrito, y del que tanto hablaré y escribiré todavía, seguramente… no sé si como terapia o autoafirmación de no sé qué, aunque no sea mi intención deliberada, pero, el inconsciente siempre se obceca en aflorar. Para qué impedírselo entonces.

El miedo, también viaja con los días azules de  luz intensa, en esos días de la estación del año en que la luz se prolonga.  El miedo es caprichoso. El miedo, prescinde del pudor para visitarnos y llega en un momento cualquiera, sin avisar, y muchas veces hasta sin presentarse.  Ni siquiera tiene la cortesía de decirnos  “Buenas, soy el Miedo, y viajo al mismo sitio que usted y, si no le importa, me voy a sentar a su lado hasta llegar a la ciudad.  Quizá no sea de su agrado, pero eso es igual, porque para eso soy el Miedo y puedo permitirme visitar y acompañar a quién me da la gana”.

Pero el miedo, quizá se encuentra también y sobre todo –aunque esto es muy poco o nada literario, lo sé- agazapado entre las horas inactivas cuando el tiempo se dilata, aparentemente esteril, sin provecho alguno, cuando uno se abandona al precario ritmo de la indolencia y la desgana.  El tiempo, mal distribuido o disperso, al menos a mí, me paraliza, porque además le acompaña el miedo, y el miedo  -ya se sabe-, cuando no está fundamentado desemboca en la dispersión y en una constate autocensura. El miedo arbitrario nos acota el paisaje interior y nos va reduciendo el espacio –cualquier espacio- hasta que casi no podemos movernos.
Con  esto del miedo, que no es ninguna tontería, resulta que ya estamos por Fuentes de Ebro, el pueblo conocido por sus cebollas dulzonas.  Mis padres, cuando pasaban por aquí alguna vez, compraban cebollas.  ¿Para qué comprar cebollas que no pican?...   Yo, ahora, tan sólo compraría luz, una luz anímica que me redescubriera el amplio amor de los días y de la vida, que me ensanchara esos horizontes ocultos y atenazados por el miedo.  Yo, ahora, ahora mismo, compraría tiempo, tiempo atemporal y sosiego, y, honda y limpia respiración.  Respirar en profundidad es muy importante, como ya sabemos. Y por supuesto, accedería a todo tipo de curvas, semicírculos y serpenteantes ondulaciones (como ya he dicho cientos de veces), pero nunca, ya, a la clásica y consabida elipse…, imperturbablemente descendente, siempre en descenso.

Sí, hay que respirar.  Pero yo muchas veces, demasiadas, sé que he vivido sin respirar, he vivido sin aire y, he vivido hasta sin luz;  así es, hasta sin luz, por increíble que parezca.

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