8 de marzo, 2013
Te
he visto demasiadas veces en los espejos, a través de ellos, en las calles, a
mi lado, en nuestra casa, que es esta casa de la ciudad y también, en el
estudio de la pequeña ciudad bajoaragonesa.
Te
he visto demasiadas veces, en el recorrido de esta biografía personal que es un
segundo; es decir, casi toda una vida.
Te
he visto en la mañana, en la tarde-noche, en las horas inciertas de la
madrugada, en el amanecer, cuando las
luces todavía están plagadas de expectante indefinición… que es la de uno
mismo, por supuesto.
No
es fácil haber llegado al viaje del olvido, en un luctuoso retorno por los
agónicos pasillos de los espejos, donde a través de ellos ya no reconocemos a
nadie. Ay…, este viaje del olvido y las
miradas, todavía tan temprano. ¿Por dónde ha venido? ¿Cómo se produjo este tránsito inesperado en
el que ha llegado de visita -¿para quedarse?- el desamor en la noche de las
luces muertas?
No,
no es fácil el viaje del olvido, pues te he visto y me has visto muchas veces a
través de los espejos, de soslayo, frontalmente y, también, con la luz gloriosa de todos los
días del mundo resumida en un instante. Pero hay siempre un camino de ida que
no se sabe a dónde va, y, todos transitamos por él, porque es de fácil
recorrido, o por exceso de juventud y más exceso aún de ingenuidad, derivada ésta de la primera. Es un viaje aparente de ida y,
en realidad se está haciendo ya el clásico e ineludible recorrido del retorno,
hacia el declive, el futuro sin futuro y la nada.
Hay
sin embargo -¿cómo negarlo?- paisajes comunes, playas, acantilados (que no
recordamos), bosques intrincados, barcas varadas –felizmente- en la playa de la
memoria, cuando yo te miraba, y entonces el tiempo se iba, cobardemente, nos
dejaba solos y se escondía en sus sótanos: negros huecos helados de
ausencias. Hay todavía sotos periféricos
y noches que inundaron de luz –luz sin reservas- por un tiempo unos recuerdos en común, toda
una escenografía vivida y, por tanto cierta.
Eres,
no obstante el amor, mi amor, ¿el único?
En todo caso es ese que hoy confundo con todos los amores y todo aquel
ejército de ninfas reales o soñadas.
Dirás,
con razón incontestable, que el balance ha sido demoledoramente negativo para ti. Es cierto, y la consciencia de esa certeza me
conduce directamente a la noche embarrancada, al temblor y al miedo
indeterminado, ilocalizable. Pero te he
visto –es poco su valor, lo sé- demasiadas veces reflejada en los espejos, junto a mí.
Quizá
ya no hay nada que <amortizar>, o sólo nuestras miradas reciprocas,
casuales o furtivas. Queda, para mí, el
triste espectáculo de reconducir el miedo, esa gran abstracción metafísica del
miedo; queda recuperar todo aquello que se pueda y, como mucho y último
recurso, esperar que llegue el verano, su calor cierto, su luz de fuego e
infinito y desdibujado horizonte… Y
vivir siempre mentalmente en el verano, porque no hay nada más, quizá, salvo
sus preámbulos y lujosas galas de abril-mayo y, su línea de expectación
latente, ya instalados de pleno en mitad del estío, sólo sus manos sólidas que
nos llevan al denso bosque de la vida y, envueltos de esa tibia calidez, no
queremos saber qué hay más allá. Y ni
siquiera nos importa, seguro, tan sólo por evitar un nuevo temblor, o por no
despertar a los nuevos miedos siempre latentes, advenedizos y oportunistas. Sí,
oportunistas como la propia vida.
Nadie
se ha asomado hoy a los espejos. Hoy descansan los espejos, y es fiesta en el
calendario de sus lunas que reflejan –pretendidamente- el infinito doméstico de
sueños, realidades a medias y afirmaciones en voz baja.
Hoy,
quizá duermen, sí, los espejos. Y nos
regalan una tregua necesaria, urgente, inaplazable.
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