martes, 26 de febrero de 2013



    

(PUESTO EN EL BLOG: 20  de marzo, 2013)   NOTAS EN LA BODEGA 26, noviembre, 2012
Lunes.  Llueve.
El  sábado íbamos a salir con el coche y el mando a distancia del garaje no funcionaba.  Nos quedamos.  Aunque yo no sabía, como me ocurre alguna otra vez, si quería quedarme o salir, o simplemente no estar en ningún sitio, cosa que como es sabido es totalmente imposible, tener el don de la desaparición por “ciencia infusa”, como se dice a veces con cierto sentido de ironía ligera.
Muchas veces, o casi siempre, si uno sabe –siquiera inconscientemente- que alguien va a leer lo que escribe, lógicamente intenta quedar bien y vender “su producto”, que en ese momento son sus letras, sus expresiones…, más o menos depuradas, más o menos maquilladas para salir a la escena –limitada-  de otros ojos (y otros pensamientos)  que las lea.   Pero a mí eso, aún en el caso de que fuese así, hace tiempo que no me aporta nada y, sobre todo, me parece una frivolidad superficial y, lo que es más importante, una falta de respeto hacia la honesta integridad de uno mismo,  lo que ya es mucho.
A veces, en medio de ese cansancio que siempre es mucho más metafísico que físico, y por tanto más anímico que real,  a uno le gustaría que alguien le meciese, no sé dónde, en una estancia o lugar acolchado y cálido.  Y claro está, uno siempre piensa en la mujer en tales circunstancias, en un tiempo climatológicamente cálido, pero no tropical, entre edredones, luces matinales o playas tibias y crepúsculos en esas tardes que se dilatan incomprensiblemente en mitad de un tiempo extraño.
 Uno, muchas veces, necesitaría mecerse, igual que si fuera la inaplazable receta de un médico de urgencias, en el tibio amor de caricias y susurros (no estoy hablando de lujuria) de una mujer, una mujer inmensa, una mujer-tarde-noche-duermevela-madrugada, o de dos mujeres, o de tres…  Aunque seguramente esto es una percepción exagerada en la que la soledad y el dasasistimiento (creo que acabo de incorporar un neologismo) prolongados nos hacen desear, e incluso padecemos del instinto de acaparación de lo que, de ser así, tal vez sería excesivo e incluso saciante.  Aunque ahora, y desde hace un tiempo, desearía saciarme de amor y  feminidad durante mucho, muchísimo tiempo,  y quizá  (con toda seguridad) morir así, en esa lírica primaria que supera las modas, el tiempo convencional, el entorno decorativo y, sobre todo, las memeces cotidianas de todo tipo.
Hoy llueve, pero sobre todo, una vez más llueve en mi interior, y te aseguro que es la lluvia que más cala y más empapa, la más norteña, la más glaciar.
Dame tu mano, siquiera para cruzar ese mínimo charco  (ya sé que es una escusa)  que hoy dejó la lluvia.  Sí, ya sé, es tan pequeño…  Pero dame tu, aunque sea una púber escusa.






         Hotel  Chopin     (...sobre los viajes que nunca dejarán huella)
                                                                 

No me acoses,  mi amor;  o mejor, mi desamor.
No me urjas ya en estos penúltimos días de luces quebradas y más días de agónico silencio interior que ya está llamando a la puerta.
No me acoses con subliminales viajes  que no deseo ni me interesan para nada.
Llévame,  en todo caso  -o deja que te lleve-,  al hotel Chopin del Boulevard  Montmartre en París, o al hotel Chopin de Varsovia, porque en Varsovia tiene que haber sin duda alguna un            hotel Chopin.  O más de uno.
Vamos pues, despacio, como sin rumbo, hacia ese hotel, o al hotel Chopin de Lisboa (que seguramente no existe allí),  o al hotel  Lord  Byron, en Sintra.   Una vez allí, y después de haber paseado desordenadamente por alguna de las calles viendo solamente las crestas de los edificios junto al penúltimo cielo todavía iluminado, ya en la noche, me llevas o te llevo a la habitación del hotel, y allí, baja, por favor, la persiana hasta que deje de verse la última rendija de luz que procede del exterior, pues ya no quiero ver la calle, nada, ninguna de las calles del mundo, sólo la penumbra, sólo tu silencio y tu presencia sagrada: diosa-ninfa ya desde una juventud remota.    Luego, pon sólo la música que me gusta y, no pediré mucho más.   Extiende tu brazo a lo largo de la almohada para que pueda reposar sobre él mi cabeza.    Déjame ver tu mano, besar la yema de tus  dedos.   Déjame, quizá, besar tu mejilla y, tal vez…  también tu boca.   Después, cierra bien las contraventanas, y si te cansas o aburres, te marchas.  Pero antes, cierra con llave la puerta y di en la recepción que no me moleste nadie en  ocho o diez días, por lo que habrás de dejar pagado todo el importe que corresponda a esa estancia para poder exigir así que no quiebren, por ningún motivo, mi privacidad en todo ese tiempo.
Más adelante, ya sabrás algo de mí, pues casi siempre se acaba por saber todo; casi todo lo más trascendente de lo que nos rodea…, que nunca lo es.   Nada es trascendente en absoluto, ni poco no mucho, sino absolutamente nada, porque nada perdura, o en todo caso, sólo nuestro  descanso  de los últimos días.  O su recuerdo (en los que se han quedado en el mundo)  por un breve tiempo.
Un recuerdo que no es ni será nada.  Absolutamente nada.
Un latido que fue y ya no es.   Un latido, sencillamente extinguido.

¿Adónde fue la llama de la lámpara cuando el aceite se agotó?
Después de dos mil setecientos años (Siddharta  Gotama ya lo observó) seguimos mirando, atónitos, hacia la lámpara dormida.

                                    Este texto fue escrito en  septiembre de  2011

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