(PUESTO
EN EL BLOG: 20 de marzo, 2013) NOTAS
EN LA BODEGA 26, noviembre, 2012
Lunes. Llueve.
El sábado íbamos a salir con el coche y el mando
a distancia del garaje no funcionaba.
Nos quedamos. Aunque yo no sabía,
como me ocurre alguna otra vez, si quería quedarme o salir, o simplemente no
estar en ningún sitio, cosa que como es sabido es totalmente imposible, tener
el don de la desaparición por “ciencia infusa”, como se dice a veces con cierto
sentido de ironía ligera.
Muchas veces, o casi
siempre, si uno sabe –siquiera inconscientemente- que alguien va a leer lo que
escribe, lógicamente intenta quedar bien y vender “su producto”, que en ese
momento son sus letras, sus expresiones…, más o menos depuradas, más o menos
maquilladas para salir a la escena –limitada-
de otros ojos (y otros pensamientos)
que las lea. Pero a mí eso, aún
en el caso de que fuese así, hace tiempo que no me aporta nada y, sobre todo,
me parece una frivolidad superficial y, lo que es más importante, una falta de
respeto hacia la honesta integridad de uno mismo, lo que ya es mucho.
A veces, en medio de
ese cansancio que siempre es mucho más metafísico que físico, y por tanto más
anímico que real, a uno le gustaría que
alguien le meciese, no sé dónde, en una estancia o lugar acolchado y
cálido. Y claro está, uno siempre piensa
en la mujer en tales circunstancias, en un tiempo climatológicamente cálido,
pero no tropical, entre edredones, luces matinales o playas tibias y
crepúsculos en esas tardes que se dilatan incomprensiblemente en mitad de un
tiempo extraño.
Uno, muchas veces, necesitaría mecerse, igual
que si fuera la inaplazable receta de un médico de urgencias, en el tibio amor
de caricias y susurros (no estoy hablando de lujuria) de una mujer, una mujer
inmensa, una mujer-tarde-noche-duermevela-madrugada, o de dos mujeres, o de
tres… Aunque seguramente esto es una
percepción exagerada en la que la soledad y el dasasistimiento (creo que acabo
de incorporar un neologismo) prolongados nos hacen desear, e incluso padecemos
del instinto de acaparación de lo que, de ser así, tal vez sería excesivo e incluso
saciante. Aunque ahora, y desde hace un
tiempo, desearía saciarme de amor y
feminidad durante mucho, muchísimo tiempo, y quizá
(con toda seguridad) morir así, en esa lírica primaria que supera las
modas, el tiempo convencional, el entorno decorativo y, sobre todo, las memeces
cotidianas de todo tipo.
Hoy llueve, pero
sobre todo, una vez más llueve en mi interior, y te aseguro que es la lluvia
que más cala y más empapa, la más norteña, la más glaciar.
Dame tu mano,
siquiera para cruzar ese mínimo charco
(ya sé que es una escusa) que hoy
dejó la lluvia. Sí, ya sé, es tan
pequeño… Pero dame tu, aunque sea una
púber escusa.
Hotel Chopin (...sobre los viajes que nunca dejarán huella)
No me
acoses, mi amor; o mejor, mi desamor.
No me urjas
ya en estos penúltimos días de luces quebradas y más días de agónico silencio
interior que ya está llamando a la puerta.
No me acoses con subliminales
viajes que no deseo ni me interesan para
nada.
Llévame, en todo caso
-o deja que te lleve-, al hotel
Chopin del Boulevard Montmartre en
París, o al hotel Chopin de Varsovia, porque en Varsovia tiene que haber sin
duda alguna un hotel
Chopin. O más de uno.
Vamos pues, despacio, como sin
rumbo, hacia ese hotel, o al hotel Chopin de Lisboa (que seguramente no existe
allí), o al hotel Lord
Byron, en Sintra. Una vez allí,
y después de haber paseado desordenadamente por alguna de las calles viendo
solamente las crestas de los edificios junto al penúltimo cielo todavía
iluminado, ya en la noche, me llevas o te llevo a la habitación del hotel, y
allí, baja, por favor, la persiana hasta que deje de verse la última rendija de
luz que procede del exterior, pues ya no quiero ver la calle, nada, ninguna de
las calles del mundo, sólo la penumbra, sólo tu silencio y tu presencia
sagrada: diosa-ninfa ya desde una juventud remota. Luego, pon sólo la música que me gusta y, no
pediré mucho más. Extiende tu brazo a
lo largo de la almohada para que pueda reposar sobre él mi cabeza. Déjame ver tu mano, besar la yema de
tus dedos. Déjame, quizá, besar tu mejilla y, tal vez… también tu boca. Después, cierra bien las contraventanas, y
si te cansas o aburres, te marchas. Pero
antes, cierra con llave la puerta y di en la recepción que no me moleste nadie
en ocho o diez días, por lo que habrás
de dejar pagado todo el importe que corresponda a esa estancia para poder
exigir así que no quiebren, por ningún motivo, mi privacidad en todo ese
tiempo.
Más adelante, ya sabrás algo de mí,
pues casi siempre se acaba por saber todo; casi todo lo más trascendente de lo
que nos rodea…, que nunca lo es. Nada
es trascendente en absoluto, ni poco no mucho, sino absolutamente nada, porque
nada perdura, o en todo caso, sólo nuestro descanso
de los últimos días. O su
recuerdo (en los que se han quedado en el mundo) por un breve tiempo.
Un recuerdo que no es ni será
nada. Absolutamente nada.
Un latido que fue y ya no es. Un latido, sencillamente extinguido.
¿Adónde fue la llama de la lámpara cuando el aceite
se agotó?
Después de dos mil setecientos años (Siddharta Gotama ya lo observó) seguimos mirando,
atónitos, hacia la lámpara dormida.
Este texto fue escrito en septiembre de
2011
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