En la Bodega. Mediados de Diciembre, 2012.
Sólo el cuerpo,
el cuerpo, solo.
Y un amor eternamente
eterno, inaccesible,
en desbandada por
periferias hostiles
o centros urbanos nocturnos.
Sólo el cuerpo,
sólo él, a solas con el pensamiento.
Solamente a solas, con él,
con el pensamiento
denso y corpóreo,
ya casi domesticado
(aunque le falta ese “casi”).
Solamente el cuerpo, cuando ya,
por agotamiento, es
más
pensamiento que cuerpo. Quizá…
tal vez, no sé…
Y
el pensamiento, como la soledad, a veces ambos son un ente físico, alguien a
quién casi tocamos pero, siempre están lejos, o cerca…, según. Aunque ya va importando menos cómo esté,
dónde o qué nos diga. A veces uno ya
prefiere que no le diga nada, sí, que se calle el pensamiento, que se vaya de
paseo o se eche una siesta que dure varios meses, o dos o tres años. Pero eso es imposible, incluso en sueños.
A
veces (sí, lo sé, es todo un clásico en
uno…), entra o sale, o va de paso una
mujer, que va con su novio o su marido (aunque yo a éste no suelo verle nunca:
visión selectiva, habría que decir). Y
le miro el cabello…, la pigmentación oscura, rosada, levemente morena,
blanquecina, el gesto que forma la comisura de sus labios, sus manos… Le miro las manos, con discreción e
intensidad, manos que a mí -según la
edad- siempre me parecen inocentes, sí…,
a la vez que lujuriosas, muy sensuales; en ocasiones casi obscenas. Y siento pudor, un secreto pudor –todavía- , por mi supuesta impureza. (Ahora ya sabemos, casi cuando ya carece de
interés, que la impureza era una invención
social-religiosa que nos mutiló la juventud. Pero ya es tarde.)
La
mujer, ese universo cerrado e ilimitadamente inmenso a la vez.
La
mujer, cosmos físico y eterno que, en ocasiones, me ha abierto el mundo y me ha
cerrado la vida, mi vida, sin contradicción alguna aparentemente, o me ha
iluminado el mundo y me ha cerrado los ojos, para distorsionarme la realidad y
llevarme a otro universo sin posibilidad de reacción… en tan sólo un instante,
como siempre ocurre; en sólo un instante, que es –quizá- algo menos de lo que dura escribir un verso,
uno de esos versos breves que, de tan breves, a veces no llegan a escribirse nunca.
O
es mejor no escribirlos.
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