martes, 19 de febrero de 2013




   En la Bodega.  Mediados de Diciembre, 2012.

Sólo el cuerpo,
el cuerpo, solo.
Y un amor eternamente
eterno, inaccesible,
en desbandada por
periferias hostiles
o centros urbanos nocturnos.
Sólo el cuerpo,
sólo él, a solas con el pensamiento.
Solamente a solas, con él,
con el pensamiento
denso y corpóreo,
ya casi domesticado
(aunque le falta ese “casi”).
Solamente el cuerpo, cuando ya,
por agotamiento,  es más
pensamiento que cuerpo. Quizá…
tal vez, no sé…



Y el pensamiento, como la soledad, a veces ambos son un ente físico, alguien a quién casi tocamos pero, siempre están lejos, o cerca…, según.  Aunque ya va importando menos cómo esté, dónde o qué nos diga.  A veces uno ya prefiere que no le diga nada, sí, que se calle el pensamiento, que se vaya de paseo o se eche una siesta que dure varios meses, o dos o tres años.   Pero eso es imposible, incluso en sueños.

A veces  (sí, lo sé, es todo un clásico en uno…), entra o sale,  o va de paso una mujer, que va con su novio o su marido (aunque yo a éste no suelo verle nunca: visión selectiva, habría que decir).  Y le miro el cabello…, la pigmentación oscura, rosada, levemente morena, blanquecina, el gesto que forma la comisura de sus labios, sus manos…  Le miro las manos, con discreción e intensidad, manos que a mí  -según la edad-  siempre me parecen inocentes, sí…, a la vez que lujuriosas, muy sensuales; en ocasiones casi obscenas.  Y siento pudor, un secreto pudor –todavía- ,  por mi supuesta impureza.  (Ahora ya sabemos, casi cuando ya carece de interés,   que la  impureza era una invención social-religiosa que nos mutiló la juventud. Pero ya es tarde.)

La mujer, ese universo cerrado e ilimitadamente inmenso a la vez.

La mujer, cosmos físico y eterno que, en ocasiones, me ha abierto el mundo y me ha cerrado la vida, mi vida, sin contradicción alguna aparentemente, o me ha iluminado el mundo y me ha cerrado los ojos, para distorsionarme la realidad y llevarme a otro universo sin posibilidad de reacción… en tan sólo un instante, como siempre ocurre; en sólo un instante, que es –quizá-  algo menos de lo que dura escribir un verso, uno de esos versos breves que, de tan breves,  a veces no llegan a escribirse nunca.

O es mejor no escribirlos.

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