24, mayo, 2019, EN LA BODEGA
…
Era sin darme cuenta. No lo
sabía. Y seguramente me he pasado la
vida esperando a que llegase la primavera, y la primavera ha llegado siempre,
puntualmente. Y, además de otras cosas,
he pasado la vida soñando con el amor, y a veces, viviéndolo también. Pero ya no.
Hoy no. Ya no lo espero, o creo
que no lo deseo…
Fuera, en la calle, llueve, y acabo
de llegar a la bodega después de un largo paseo, un lánguido paseo, un paseo muerto
de indiferencia y anacronismo.
Sí, me he pasado la vida –quizá
inconscientemente- esperando la
primavera, que es como quién espera la vida (intensa) y no lo sabe.
La primavera, esta primavera, pronto llegará a su término, y yo, desde
hace una larga temporada, unos cinco años tal vez, he perdido por completo la
capacidad del llanto. El llanto nos
humaniza, nos sincera con nosotros mismos, nos permeabiliza, hace que
respiremos mejor y, sobre todo, consigue casi siempre que nos ahorremos la
factura del psicólogo, que, por lo general, suele ser un señor que habla poco y
cobra mucho.
La primavera se va, poco a poco. Pasado mañana quizá pensemos en ella y ya
habrá llegado el verano, tórrido, plúmbeo, excesivo, exento: el verano va por
libre.
Esta mañana, tal vez por celebrar la
primavera sin saberlo, he subido hasta el cementerio y he entrado, como es
habitual en mí, por la parte antigua del recinto. Luego, después de pensar mecánicamente en las
típicas trivialidades que se piensan en estas necrópolis tan serias, me he
aproximado al ciprés más cercano y he echado una placentera meada. Lo de la meada sobre el ciprés es algo así
como un acto litúrgico-laico que siempre me gusta repetir cuando voy en soledad
a esta ciudad. La micción improvisada y
placentera hace, en este caso, que me olvide por completo del significado y la
misión de los llamados psicólogos y me relaje ostensiblemente, quizás demasiado. Pero así el pensamiento queda lejos, muy
lejos. Tal vez demasiado.
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