sábado, 1 de junio de 2019

24, mayo, 2019, EN LA BODEGA

…  Era sin darme cuenta.  No lo sabía.  Y seguramente me he pasado la vida esperando a que llegase la primavera, y la primavera ha llegado siempre, puntualmente.  Y, además de otras cosas, he pasado la vida soñando con el amor, y a veces, viviéndolo también.  Pero ya no.  Hoy no.  Ya no lo espero, o creo que no lo deseo…
Fuera, en la calle, llueve, y acabo de llegar a la bodega después de un largo paseo, un lánguido paseo, un paseo muerto de indiferencia y anacronismo.
Sí, me he pasado la vida –quizá inconscientemente-  esperando la primavera, que es como quién espera la vida (intensa)  y no lo sabe.  La primavera, esta primavera, pronto llegará a su término, y yo, desde hace una larga temporada, unos cinco años tal vez, he perdido por completo la capacidad del llanto.  El llanto nos humaniza, nos sincera con nosotros mismos, nos permeabiliza, hace que respiremos mejor y, sobre todo, consigue casi siempre que nos ahorremos la factura del psicólogo, que, por lo general, suele ser un señor que habla poco y cobra mucho.
La primavera se va, poco a poco.  Pasado mañana quizá pensemos en ella y ya habrá llegado el verano, tórrido, plúmbeo, excesivo, exento: el verano va por libre.

Esta mañana, tal vez por celebrar la primavera sin saberlo, he subido hasta el cementerio y he entrado, como es habitual en mí, por la parte antigua del recinto.  Luego, después de pensar mecánicamente en las típicas trivialidades que se piensan en estas necrópolis tan serias, me he aproximado al ciprés más cercano y he echado una placentera meada.  Lo de la meada sobre el ciprés es algo así como un acto litúrgico-laico que siempre me gusta repetir cuando voy en soledad a esta ciudad.  La micción improvisada y placentera hace, en este caso, que me olvide por completo del significado y la misión de los llamados psicólogos y me relaje ostensiblemente,  quizás demasiado.  Pero así el pensamiento queda lejos, muy lejos.  Tal vez demasiado.

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