Recuerdo como, al principio de venir
aquí, esos días de letra urgente y nerviosa, letra plácida y gratificante,
además de impaciente por escribir todo aquello –y más- que pudiera ser escrito…, recuerdo esa
urgencia que no iba a ninguna parte pero que para mi era apremiante, incluso
sumamente importante. Rápidamente llegué
a la forma instintiva de lo que podríamos llamar, todavía hoy, Escritura
Automática. Y así no había tregua: todas
las palabras salían en tropel, a borbotones pero, no sé por qué la intuición decía
que llegaban a la superficie ordenadas, disciplinadas e, incluso, con argumento
instintivo.
Había días (y ha habido muchos más)
de instantes supuestamente gloriosos en los que la prosa era un río hondo y
rápido que fluía hacia la plácida ensenada del papel y, al aún más hondo lago
donde las ideas, ensueños y percepciones tomaban cuerpo y forma, fuste y
solidez de pensamiento.
Había días en los que, sin pretensión
ni pedantería alguna, uno tomaba consciencia y conciencia en que todo aquel
tropel de palabras teóricamente apresuradas le pertenecían por completo…
Había días en los que uno, por
derecho propio y/o adquirido, era el dueño absoluto e incondicional de todo
aquel bloque de palabras que, en su conjunto, formaban una prosa coherente y
cohesionada.
Había días, también, en los que
probablemente la prosa era liviana y exquisitamente comprensiva con el
universo, pero sobre todo –quizá era así-
con la lírica eterna del universo, y entonces, en esos momentos, escribía
y escribía sin cesar sin que importara nada más y absolutamente consciente de
poseer una libertad intransferible que sólo uno se había ganado.
Llegan las ninfas de la tarde. Óleo y mixta sobre lienzo, 114 x 146 cm. Obra de 2016.
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