sábado, 6 de enero de 2018

Recuerdo como, al principio de venir aquí, esos días de letra urgente y nerviosa, letra plácida y gratificante, además de impaciente por escribir todo aquello –y más-  que pudiera ser escrito…, recuerdo esa urgencia que no iba a ninguna parte pero que para mi era apremiante, incluso sumamente importante.  Rápidamente llegué a la forma instintiva de lo que podríamos llamar, todavía hoy, Escritura Automática.  Y así no había tregua: todas las palabras salían en tropel, a borbotones pero, no sé por qué la intuición decía que llegaban a la superficie ordenadas, disciplinadas e, incluso, con argumento instintivo.

Había días (y ha habido muchos más) de instantes supuestamente gloriosos en los que la prosa era un río hondo y rápido que fluía hacia la plácida ensenada del papel y, al aún más hondo lago donde las ideas, ensueños y percepciones tomaban cuerpo y forma, fuste y solidez de pensamiento.

Había días en los que, sin pretensión ni pedantería alguna, uno tomaba consciencia y conciencia en que todo aquel tropel de palabras teóricamente apresuradas le pertenecían por completo…

Había días en los que uno, por derecho propio y/o adquirido, era el dueño absoluto e incondicional de todo aquel bloque de palabras que, en su conjunto, formaban una prosa coherente y cohesionada.


Había días, también, en los que probablemente la prosa era liviana y exquisitamente comprensiva con el universo, pero sobre todo –quizá era así-  con la lírica eterna del universo, y entonces, en esos momentos, escribía y escribía sin cesar sin que importara nada más y absolutamente consciente de poseer una libertad intransferible que sólo uno se había ganado.

Llegan las ninfas de la tarde. Óleo y mixta sobre lienzo, 114 x 146 cm. Obra de 2016.

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