jueves, 6 de julio de 2017

.  LOS TECHOS,  I

Los techos, sí.  He hablado alguna vez de los techos (otro día hablaremos de Oporto: que es casi tan bello como un buen techo…).

Pues iba a decir que,  cuando hay un cansancio moral-metafísico o, lo que quiera que sea, los techos nos descubren el mundo, ¡qué cosas!,  todo un mundo plasmado en un tedioso techo anodino.  Pero elevamos la vista, confusa y saturada de imágenes por doquier (nuestra vida cotidiana es un neobarroquismo de objetos, obstrucción de cosas y publicidades de todo tipo) y, de pronto, vemos un firmamento liso de yeso y pintura que resulta que, mira por dónde, es el cielo…  El primer instinto/reflejo que realizamos al mirar el techo –por ejemplo de un café-  es hacer una respiración medianamente honda y satisfactoria.

En el techo muchas veces se encuentran, con toda nitidez, toda una serie de pensamientos que, antes, al entrar confusos en cualquier establecimiento o cafetería no podíamos percibir y ni siquiera sospechábamos de su <<presencia>> en nuestra consciencia; nuestra consciencia adecuadamente relajada y, mientras hace la lectura/traducción de ese inmediato firmamento de la techumbre del café,  llega un nuevo redescubrimiento del mundo.  El mundo, nuestro universo o nuestro espacio vital –tan limitado- permanecía inmóvil y estéril en el transcurso del día.  El tedio, así es, nos ha devuelto el mar, el cielo y, además, el pensamiento renovado.


Vale ha pena mirar hacia arriba, aunque sea en los interiores más imprevisibles y supuestamente cerrados.  <<Supuestamente>>, digo y repito.

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