2, febrero, 2016
De vez en cuando –recuerdo-, en ese
lento e imperceptible goteo, al principio solemne, luego semicircunspecto, más
tarde recurrente y, luego, ya, ni
siquiera pseudofilosófico sino más bien resignado, asumido y hasta –creo que es
el caso de ahora mismo- cutre… Pues sí,
de vez en cuando los amigos/as casi de adolescencia, nos empezamos a encontrar,
sin habernos citado previamente, en uno de esos amplios edificios
municipales situados en la periferia de la ciudad.
Ya digo, o quiero decir… era/es un
goteo pero, con un punto neoliterario
(al menos yo así lo veía) y, en el que de pronto, estábamos todos allí
congregados (ay…): un hermano de alguien,
un amigo del otro o del de más allí, así sin más, siempre sin avisar,
había decidido trasladarse a la otra gran ciudad de la periferia; y resulta,
mira por dónde, que esa “otra gran cuidad” era mi dominio estético-icónico-místico-emocional
casi absoluto. Yo no les decía nada,
claro está, para no ser o parecer un pelma, pero sabía que podía hacerles
conocer cada uno de los secretos más recónditos de “esa ciudad” paralela a la
otra, a la nuestra: impresionantes esculturas, textos de todo género grabados
en piedra y ornamentos de todos los estilos.
También sabía que, en esos momentos tan… socialmente singulares, no
procedía proponer a nadie un recorrido turístico-artístico-necrológico.
Hoy, es distinto, hemos perdido –quizá-
algo de chispa (si es que ha había), y yo, sigo reprimiéndome, pues la gente es
muy seria y uno es algo imprevisible en eso de la ironía. Así que, cuando todos los actos terminan, sea
por la mañana o por la tarde-noche, salgo del complejo y enfilo una de las
calles principales y arboladas, claro está, con los consabidos cipreses. No obstante me asusta, me da un poco de
miedo, o me desconcierta que, ahora, aunque el pensamiento nunca está vacío,
aparentemente ni siquiera pienso, o no sé si ni siquiera pienso en algo.
O no sé ya, en realidad, si voy o
vengo, si ironizo interiormente o, ni siquiera hago el gesto.
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