lunes, 5 de octubre de 2015



4, octubre, 2015

Afrontar el otoño, presentarle batalla en campo abierto, con armas viejas y obsoletas, casi desnudo, a cuerpo gentil, sin parapetos, en el gran solar donde todo está decidido: una inmolación silenciosa y una derrota sin gloria en el gran páramo desacralizado y cíclico del tiempo.

Da lo mismo presentarse a la batalla armado o desarmado.  Ni siquiera la pose –la dignidad, el porte- importa para nada.  Nadie asistirá al sórdido espectáculo de una derrota anunciada que no va a ser noticia en las desoladas barriadas de los cielos terrenos y sus horas vencidas.

El otoño, como el mar, como el verano o como el amor, es un estado del alma (o un estado de gracia, o lo que quiera que sea…).

El otoño elige sus calles, elige sus días, elige sus cielos y va donde y por donde quiere.

Nosotros, o algunos, no podemos hacer nada, porque, entre otras cosas, la reiteración se convierte en norma y, la norma, a veces, en destrucción implacable y sin retorno.

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