4, octubre, 2015
Afrontar el otoño, presentarle
batalla en campo abierto, con armas viejas y obsoletas, casi desnudo, a cuerpo
gentil, sin parapetos, en el gran solar donde todo está decidido: una
inmolación silenciosa y una derrota sin gloria en el gran páramo desacralizado
y cíclico del tiempo.
Da lo mismo presentarse a la batalla
armado o desarmado. Ni siquiera la pose
–la dignidad, el porte- importa para nada.
Nadie asistirá al sórdido espectáculo de una derrota anunciada que no va
a ser noticia en las desoladas barriadas de los cielos terrenos y sus horas
vencidas.
El otoño, como el mar, como el verano
o como el amor, es un estado del alma (o un estado de gracia, o lo que quiera
que sea…).
El otoño elige sus calles, elige sus
días, elige sus cielos y va donde y por donde quiere.
Nosotros, o algunos, no podemos hacer
nada, porque, entre otras cosas, la reiteración se convierte en norma y, la
norma, a veces, en destrucción implacable y sin retorno.
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