23?, julio, 2015
Creo que ya lo dije hasta el
aturdimiento: nunca tuve una granja en África, ni en ningún sitio. Y ni puñetera
falta que me hacía.
A veces, no muchas veces
(las suficientes), sí tuve la posesión de las palabras, y estas sonaban y
volaban –no siempre- al ritmo deseado.
¿Fue casualidad? ¿Fue tal vez una conjunción de secuencias favorables?
Lo cierto es que, después de
tanto vuelo y más ensayos, los grandes vuelos que debía realizar no dejaron de ser simples intentos de aficionado. (Ay, el <<volar>>, qué gran
falacia…)
Oía, estremecido, en aquella
párvula niñez, el sonido expansivo de las gaitas en esas regiones del noroeste
peninsular, tan alejadas de aquí, del gran valle del Iber; gaitas que habían traspasado las regiones
celtas de Irlanda, Bretaña, Gales o la mismísima y mítica Escocia para llegar a los montes peninsulares del
norte de Hispania y de región a región, de boca a oídos; de gaiteros a
receptores.
Ya de mayor, viviendo en esta
ciudad y su región esteparia, sólo hubiera deseado tocar las gaitas irlandesas
o escocesas, éstas con más envergadura, fuste y potencia. ¿Qué se podía
traducir a través de aquellos sonidos?

Nada nuevo: Somos todo
aquello que interiorizamos con fuerza; todo aquello que nos llama,
persistentemente, una y otra vez; todo aquello a lo que deseamos volver
siempre, hasta el final, y sobre todo, sin saber claramente por qué…
No hay comentarios:
Publicar un comentario