viernes, 8 de febrero de 2013



 BODEGA (Sobre las múltiples ramificaciones de la belleza inesperada, o algo así)                                                                                           20  de diciembre de 2012                   

Se sabe, y también se cree y suele decirse, que “el tiempo no pasa en balde”, o si no que todo evoluciona: las modas, los sentimientos, la estética de todo tipo, “las formas” y, cualquier manera de puesta en escena, etcétera.  Pero a mí, todo eso  -¡y lo habré dicho ya tantas veces¡-  me aburre, me satura, me agota y, a veces -hace años ya- me hace mirar a esa gente ingenua, cándida, insufriblemente crédula casi hasta el infinito o  hasta el insulto,  no ya con cierta benevolencia condescendiente, que también, sino además –y sobre todo- con rechazo y sensación de saturación, saturación antigua, histórica, producto inequívoco de una superación que ya es irreversible.
¿Por qué digo esto ahora?  Bueno, es algo que ya no me importa en absoluto.    El tiempo me ha destruido  para siempre un lirismo descarnado y agreste que no tiene sustituto, un tiempo derrumbado sobre sí mismo en los escombros de los ensueños primigenios, los mejores, aquellos que  inauguraban el mundo cada mañana, puntualmente, siempre a su  hora.
Vengo a la bodega, en la noche cerrada e invernal por calles reiteradamente inciertas, reiteradamente repetidas, repetidamente redundantes.  Todo es redundante, y sobre todo el tedio más aniquilador.  Todo redunda, menos la belleza, o, lo que obviamente percibimos como tal.    La belleza, aunque se nos brinda pocas veces, también es eterna porque fluye sin tregua y, nunca o casi nunca se repite exactamente igual, y si se repite, lo hace con majestad desbordada.   Quizá la belleza también es gloriosa porque nos conduce al instinto, al comienzo, a la génesis, y nos aleja, sobre todo –y sin saberlo conscientemente-  del declive, la agonía, la sordidez más grosera, más terminal y sobre todo,  ay,  de la muerte en vida, que no es poco precisamente. O lo es todo.
Doblo la esquina, o tal vez es la misma calle ancha, la avenida, el cardo que delimitaba la ciudad hasta el río, y en medio de la calle hay una pierna levemente doblada, con media negra, delante de mí.  Inmediatamente veo el conjunto: abrigo rojo, rostro nocturno (no sé por qué, pero es nocturno), cabello negro y ojos rasgados, oscuros y hondos, hondura de noches repetidas y días de latente belleza siempre nueva, siempre inédita, que se renueva a sí misma, siempre agresiva, siempre beligerante con nuestro caminar tórpido o nuestro tenebrismo honestamente ensimismado (Sí, hay que decir “honestamente” para puntualizar, para delimitar las distintas realidades).   La estética positiva siempre resulta ser un sobresalto gratificante en mitad de la noche incierta y doblemente eterna, ilimitadamente desasistida.
Llego a la bodega sin mayores contratiempos.  No quiero pensar. No deseo leer y ni siquiera anotar nada ni tan sólo al azar, como suelo hacer aquí casi siempre.  Pero  abro por accidente un librito que, también llevo por mera casualidad.  Y leo:  “Mallarmé luchó como un auténtico asceta contra la tendencia a la banalidad.  Eliminó del poema toda anécdota…” etcétera.   Y luego sigue diciendo que  “Mallarmé situó a la poesía en un camino de máxima exigencia, y  este fue el camino que siguió la poesía en el futuro”, tec.   Perfecto.  Unos mínimos párrafos así hacen que la noche invernal sea más luminosa, menos grosera y –quizá- algo colorista.   Unos párrafos así hacen, que al menos esta noche, pueda respirar medianamente desahogado, medianamente vivo, medianamente, sí, medianamente menos muerto.
No hay retorno, nunca lo ha habido y eso lo he sabido siempre perfectamente, aunque yo quisiera el retorno, es decir, yo quisiera lo tontamente imposible.
Entran unas niñas en la bodega, y  me voy con urgencia extrema para no ver…, para no mirar, para no existir, o para poder dormir.  Pero sé perfectamente que esto que digo tiene un fondo –o una superficie-  de cierta teatralidad verbal, porque voy a dormir perfectamente, hondamente, sórdidamente, sin recuerdo alguno del más leve sueño, como casi siempre.   Voy a dormir, sí, groseramente dormido,  dormido mortalmente, como lo hago en los últimos tiempos. Dormido, en un denso mar de lodos viscosos e innavegables que paralizan el cerebro  y el más liviano monólogo.

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