BODEGA
(Sobre las múltiples ramificaciones de la belleza inesperada, o algo así)
20 de diciembre de 2012
Se
sabe, y también se cree y suele decirse, que “el tiempo no pasa en balde”, o si
no que todo evoluciona: las modas, los sentimientos, la estética de todo tipo,
“las formas” y, cualquier manera de puesta en escena, etcétera. Pero a mí, todo eso -¡y lo habré dicho ya tantas veces¡- me aburre, me satura, me agota y, a veces
-hace años ya- me hace mirar a esa gente ingenua, cándida, insufriblemente
crédula casi hasta el infinito o hasta
el insulto, no ya con cierta
benevolencia condescendiente, que también, sino además –y sobre todo- con
rechazo y sensación de saturación, saturación antigua, histórica, producto
inequívoco de una superación que ya es irreversible.
¿Por
qué digo esto ahora? Bueno, es algo que
ya no me importa en absoluto. El
tiempo me ha destruido para siempre un
lirismo descarnado y agreste que no tiene sustituto, un tiempo derrumbado sobre
sí mismo en los escombros de los ensueños primigenios, los mejores, aquellos
que inauguraban el mundo cada mañana,
puntualmente, siempre a su hora.
Vengo
a la bodega, en la noche cerrada e invernal por calles reiteradamente
inciertas, reiteradamente repetidas, repetidamente redundantes. Todo es redundante, y sobre todo el tedio más
aniquilador. Todo redunda, menos la
belleza, o, lo que obviamente percibimos como tal. La
belleza, aunque se nos brinda pocas veces, también es eterna porque fluye sin
tregua y, nunca o casi nunca se repite exactamente igual, y si se repite, lo
hace con majestad desbordada. Quizá la
belleza también es gloriosa porque nos conduce al instinto, al comienzo, a la
génesis, y nos aleja, sobre todo –y sin saberlo conscientemente- del declive, la agonía, la sordidez más
grosera, más terminal y sobre todo, ay, de la muerte en vida, que no es poco precisamente.
O lo es todo.
Doblo
la esquina, o tal vez es la misma calle ancha, la avenida, el cardo que
delimitaba la ciudad hasta el río, y en medio de la calle hay una pierna
levemente doblada, con media negra, delante de mí. Inmediatamente veo el conjunto: abrigo rojo,
rostro nocturno (no sé por qué, pero es nocturno), cabello negro y ojos
rasgados, oscuros y hondos, hondura de noches repetidas y días de latente
belleza siempre nueva, siempre inédita, que se renueva a sí misma, siempre
agresiva, siempre beligerante con nuestro caminar tórpido o nuestro tenebrismo
honestamente ensimismado (Sí, hay que decir “honestamente” para puntualizar,
para delimitar las distintas realidades).
La estética positiva siempre resulta ser un sobresalto gratificante en
mitad de la noche incierta y doblemente eterna, ilimitadamente desasistida.
Llego
a la bodega sin mayores contratiempos.
No quiero pensar. No deseo leer y ni siquiera anotar nada ni tan sólo al
azar, como suelo hacer aquí casi siempre.
Pero abro por accidente un
librito que, también llevo por mera casualidad.
Y leo: “Mallarmé luchó como un
auténtico asceta contra la tendencia a la banalidad. Eliminó del poema toda anécdota…”
etcétera. Y luego sigue diciendo
que “Mallarmé situó a la poesía en un camino
de máxima exigencia, y este fue el
camino que siguió la poesía en el futuro”, tec. Perfecto.
Unos mínimos párrafos así hacen que la noche invernal sea más luminosa,
menos grosera y –quizá- algo colorista.
Unos párrafos así hacen, que al menos esta noche, pueda respirar
medianamente desahogado, medianamente vivo, medianamente, sí, medianamente
menos muerto.
No
hay retorno, nunca lo ha habido y eso lo he sabido siempre perfectamente,
aunque yo quisiera el retorno, es decir, yo quisiera lo tontamente imposible.
Entran
unas niñas en la bodega, y me voy con
urgencia extrema para no ver…, para no mirar, para no existir, o para poder
dormir. Pero sé perfectamente que esto
que digo tiene un fondo –o una superficie-
de cierta teatralidad verbal, porque voy a dormir perfectamente,
hondamente, sórdidamente, sin recuerdo alguno del más leve sueño, como casi
siempre. Voy a dormir, sí, groseramente
dormido, dormido mortalmente, como lo
hago en los últimos tiempos. Dormido, en un denso mar de lodos viscosos e innavegables
que paralizan el cerebro y el más
liviano monólogo.
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