miércoles, 12 de diciembre de 2012



LA CIUDAD   I                                                                          4  de diciembre de 2012



Amo la ciudad.  Esta ciudad de ochocientos mil habitantes que me está matando.



Amo la ciudad, las ciudades, casi todas, quiero decir.  Amo la ciudad como antaño amaba “el bosque encantado plagado de ninfas”, decía uno entonces.  Qué cosas…

La ciudad, esa, ésta que nos asesina a cada paso, en cada mirada.  Ciudad de noches perpetuas e inviernos agónicos que se transforman en libretas, estilográficas, folios, hadas improvisadas -¿todavía?-  y múltiples muertes súbitas.

La ciudad fue  -y sigue siendo- un espacio inundado de belleza errante y fugitiva para asesinarme poco a poco en estos años.   Aunque no me importa, y no me importó en su día.   Si no hubiera sido ésta hubiera sido cualquier otra ciudad.

Ciudades invernizas transidas de belleza y noches estáticas.  Violenta belleza ambulatoria, en viaje perpetuo.  Fugacidad remota y eterna de la belleza, así es.

Pero hay siempre  -sí-  una enésima emoción, un temblor, un escalofrío reiterado de las calles por dónde desfila todo el fulgor móvil y vital de la vida, de la noche interior y agreste e insondable de los crepúsculos inmensos, eternos y reventones de tiempo inmóvil.  Qué más da.



Iba el amor, lo recuerdo, insultando a las parejas hieráticas/estáticas de cuarenta, cincuenta años o algo así.   Quizá las insultaba porque el pudor vivía en ellas, comía y cenaba con ellas y,  hasta seguramente les acompañaba al water a la vez o por separado, según.

Hoy, el pudor, a mí ya no me insulta porque no tiene argumentos conmigo, pero me mira y se sonríe como diciendo, “tú también has llegado a esas edades”.

El pudor…   Cada día veo gente, gente culta, equilibrada y por supuesto, circunspecta, o lo que es mucho peor, vendiendo esa pose de ilustrado esnobismo  -¡ay, esa modestia…¡-  en el que se ve a gran distancia que no van a superar el pudor  (ni la falsa modestia…) ni en dos siglos de vida que pudieran disfrutar.

El pensamiento no ha cesado, por supuesto, no ha atenuado sus fugaces lujos gratuitos, en todos los sentidos “gratuitos”.  El pensamiento, a veces cual perro fiel, y otras, odiado amate homosexual impuesto.  Él, sacrílego intruso en nuestro santuario exclusivamente unidireccional; obscena y mortificante compañía que va con nosotros incluso adónde no deseamos.

Por una calle dudosamente iluminada del casco antiguo veo a las eternas hermanas paseando a sus dos perritos blancos.  Cada una lleva su perrito.  Ellas también llevan algo blanco.  Son delgadas, pálidas, insípidas y atrozmente atemporales (quizá se puede ser líricamente atemporal, pero no es soportable ser atrozmente atemporal) ¿Cuántos años hace que las veo con los perritos…, veinte, noventa años?  Casi temo que un día alguien me diga: “Cuando despertaste, las dos hermanas ya estaban ahí”,  y hayan pasado entonces un par de siglos.

Doblo una esquina que va a dar a la gran torre mudéjar y pierdo las figuras asexuales, castas, mojigatas e incoloras de las dos hermanitas.

Al llegar al límite por donde discurría la antigua muralla medieval, se desata el viento del valle, y al poco, ya estoy en la bodega, así que, directamente, termino allí de escribir estas notas. ( El comienzo de estos apuntes lo había iniciado en un banco de la Plaza de España que está expuesto al gélido viento preinvernal.)

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