miércoles, 30 de enero de 2013



LA  CIUDAD  II      ( las enésimas ninfas urbanas)                                                                           12  DE DICIEMBRE DE 2012

(Todavía, incluso aquí, tengo frío, ese frío interior (con el que uno a veces da “la vara”), ese  estremecimiento, ese latido inaudible;  en fin, lo que quiera que sea…)

Hace ya un tiempo, aunque no sé cuanto,  que escribo casi todas las notas fuera de casa, empapado de esa tarde-noche y  en un lugar cualquiera.  Preferiblemente escribo en la taberna:  la antigua bodega, esa bodega de la que, en notas posteriores iré dando detalles, pistas, claves…    
Algunas otras veces, siempre imprevisibles, lo hago en un café,  y cuando es así procuro que éste no sea excesivamente atroz o, quiero decir, espectacularmente horrible.   Ya no queda nada o casi nada, y el falso aderezo decorativo que imita cierta época suele ser, por regla general, mucho peor.  Estamos como en una especie de impasse que discurre por el sórdido desierto del antiesteticismo, como quién ve o espera a ver  lo que pasa.   Pero casi siempre pasa lo inevitable…
Voy,  o iba, por los grandes almacenes,  subiendo y bajando por las escaleras mecánicas, viendo ropa,  o haciendo como que veo ropa,  pues la ropa no me interesa, salvo en los casos que es de extrema urgencia.  Veo lavadoras, secadoras, lavavajillas, hornos, microondas, televisores y, también, el departamento de una agencia de viajes.   Odio el viajar…  si es que no se va a viajar con un amor, o por lo menos, viajar aunque sea con un exiguo halo de ensueño.  (sí, todavía.)
Bajo, subo, entro, salgo, bostezo, me paro, miro, y sigo.   Veo unos sillones de ejecutivo que no necesito, ya que en el estudio de Caspe tengo uno espléndido que no utilizo, y aquí en la ciudad, esta ciudad que me está matando con cierto fondo de sutil placer, tengo en el estudio un sillón y dos cómodas sillas de ruedas.   Subo a la última planta y miro  -sin mirar-  unos cuadros expuestos en un reducido espacio.   Son obras grandes, muy baratas y con espectaculares marcos:  mero impacto que entra  -sólo un instante-  por los ojos para desvanecerse sin huella.
De pronto, estoy en no sé qué planta y,  por un instante me parece identificar al protagonista de la película española  “Crimen ferpecto”, y cuya trama se desarrolla íntegramente en el interior de unos grandes almacenes;  sí, he dicho ferpecto, que no perfecto.   Pero no, lo cierto es que he entrado a este gran templo profano de luminaria y brillos por mera  casualidad y simple evasión.   Sin esperar nada, y casi súbitamente, el presente se desvanece y entonces ya sólo miro –viendo menos aún-  la atmósfera  real, la invisible, que me va ganando, poco a poco hacia su mundo.   Y regresa un imperceptible temblor, el indetectable estertor entrañable y conocido.  ¿Cuánto tiempo hacía que no me visitaba?
Cogen bolsos, tocan su textura, los miran, los dejan.  Pasean sus manos finísimas por unos fulares de seda, se prueban un abrigo, se miran en los espejos, siempre con un mal disimulado disimulo, en el que el tiempo (y los espejos) se vuelve a dilatar una vez más.   Se prueban vestidos y evalúan el conjunto de su imagen y el impacto, se prueban batas, camisones, pantalones, faldas y, también… lencería fina.   Suben a la planta del hogar o bajan a  la planta calle  (yo también subo o bajo porque lo mismo me da)  y, con una espontaneidad que asombra, o al menos a mí siempre me asombra, se prueban un pintalabios rojo bermellón, grazna, malva o verde.   Y  yo no veo nada, o quizá es que empiezo a tener ya una visión extraña de monólogo interior.  El tiempo, ha empezado a transcurrir probablemente  por otros horizontes u  otros surcos.  Sí, así es, no veo nada, soy el caballero invidente que se desplaza por las plantas en la búsqueda automática de lo que espera.   Soy ese señor que desde hace ya un tiempo no busca nada concreto y, menos aún lo material, sólo las imágenes,  sólo “ese temblor” (y ya sé que esto lo he repetido varias veces en las últimas notas),  sólo la fugacidad o, sólo la síntesis extrema de la vida, esa, la que ya va naufragando entre el recuerdo,  en el presente pretendidamente atemporal y el futuro en el que no cree o le importa un pimiento, o dos.
Mil prosas urgentes desfilan por los ensanchados surcos que se tornan en autopistas de la imagen y el pensamiento vago, de la imaginación desmesurada, de lo que ahora mismo llamaría el neo-ensueño (porque casi todo va siendo ya un poco –o bastante-  “neo”…).   El  neo-ensueño,  ¡ya tan remoto¡;  qué lejos estará ya…, para ponerle  admiraciones…
De  la planta-calle voy a la del hogar, y de ésta a la de señoras.
No sé por qué, me viene a la memoria una película de Eric  Romer:  “El amor después del mediodía”, toda ella ambientada en el urbanismo parisino.   Y yo, que soy un perfecto (¿o ferpecto?)  inculto en el tema del llamado séptimo arte,  recorro toda la planta, lentamente, sonámbulamente, con la consciencia –más bien deseada-  de un tiempo dudosamente detenido, cómo gritando con esa urgencia interior de que todavía algo es posible y, la luz, pueda llegar por unos minutos hasta los enfangados sótanos de la resignación, esa, tan hiriente, nunca asimilada y  que ha ido por ahí, a su libre albedrío, asesinando impunemente cuerpos inocentes.
 Esto, probablemente es una nueva  crisis de post-urbanismo gozoso pero con tintes reiterados de dramatismo, aunque no más que otras veces.  Esto, son las calles movibles de la memoria inmediata que, ahora, plasmo sin retoques y desordenadamente, nada más llegar al café Easo,  sobre unos folios arrugados.
Del  café  Easo  ya hice unos apuntes hace poco.  No sé si los he puesto aquí. 
¿Los he puesto? ¿No?  Pues ya se pondrán, aunque no sé cuando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario