LA
CIUDAD II ( las enésimas ninfas urbanas) 12
DE DICIEMBRE DE 2012
(Todavía,
incluso aquí, tengo frío, ese frío interior (con el que uno a veces da “la vara”), ese estremecimiento, ese latido inaudible; en fin, lo que quiera que sea…)
Hace ya un tiempo, aunque no sé
cuanto, que escribo casi todas las notas
fuera de casa, empapado de esa tarde-noche y
en un lugar cualquiera.
Preferiblemente escribo en la taberna: la antigua bodega, esa bodega de la que, en
notas posteriores iré dando detalles, pistas, claves…
Algunas otras veces, siempre
imprevisibles, lo hago en un café, y
cuando es así procuro que éste no sea excesivamente atroz o, quiero decir,
espectacularmente horrible. Ya no queda
nada o casi nada, y el falso aderezo decorativo que imita cierta época suele
ser, por regla general, mucho peor.
Estamos como en una especie de impasse
que discurre por el sórdido desierto del antiesteticismo, como quién ve o
espera a ver lo que pasa. Pero casi siempre pasa lo inevitable…
Voy,
o iba, por los grandes almacenes,
subiendo y bajando por las escaleras mecánicas, viendo ropa, o haciendo como que veo ropa, pues la ropa no me interesa, salvo en los
casos que es de extrema urgencia. Veo lavadoras,
secadoras, lavavajillas, hornos, microondas, televisores y, también, el
departamento de una agencia de viajes.
Odio el viajar… si es que no se
va a viajar con un amor, o por lo menos, viajar aunque sea con un exiguo halo
de ensueño. (sí, todavía.)
Bajo, subo, entro, salgo, bostezo, me
paro, miro, y sigo. Veo unos sillones
de ejecutivo que no necesito, ya que en el estudio de Caspe tengo uno
espléndido que no utilizo, y aquí en la ciudad, esta ciudad que me está matando
con cierto fondo de sutil placer, tengo en el estudio un sillón y dos cómodas
sillas de ruedas. Subo a la última
planta y miro -sin mirar- unos cuadros expuestos en un reducido
espacio. Son obras grandes, muy baratas
y con espectaculares marcos: mero impacto
que entra -sólo un instante- por los ojos para desvanecerse sin huella.
De pronto, estoy en no sé qué planta
y, por un instante me parece identificar
al protagonista de la película española “Crimen ferpecto”, y cuya trama se desarrolla
íntegramente en el interior de unos grandes almacenes; sí, he dicho ferpecto, que no perfecto. Pero no, lo cierto es que he entrado a este
gran templo profano de luminaria y brillos por mera casualidad y simple evasión. Sin esperar nada, y casi súbitamente, el
presente se desvanece y entonces ya sólo miro –viendo menos aún- la atmósfera
real, la invisible, que me va
ganando, poco a poco hacia su mundo. Y regresa un imperceptible temblor, el
indetectable estertor entrañable y conocido.
¿Cuánto tiempo hacía que no me visitaba?
Cogen bolsos, tocan su textura, los
miran, los dejan. Pasean sus manos finísimas
por unos fulares de seda, se prueban un abrigo, se miran en los espejos,
siempre con un mal disimulado disimulo, en el que el tiempo (y los espejos) se
vuelve a dilatar una vez más. Se
prueban vestidos y evalúan el conjunto de su imagen y el impacto, se prueban
batas, camisones, pantalones, faldas y, también… lencería fina. Suben a la planta del hogar o bajan a la planta calle (yo también subo o bajo porque lo mismo me
da) y, con una espontaneidad que
asombra, o al menos a mí siempre me asombra, se prueban un pintalabios rojo
bermellón, grazna, malva o verde.
Y yo no veo nada, o quizá es que
empiezo a tener ya una visión extraña de monólogo interior. El tiempo, ha empezado a transcurrir
probablemente por otros horizontes
u otros surcos. Sí, así es, no veo nada, soy el caballero
invidente que se desplaza por las plantas en la búsqueda automática de lo que
espera. Soy ese señor que desde hace ya un tiempo no
busca nada concreto y, menos aún lo material, sólo las imágenes, sólo “ese temblor” (y ya sé que esto lo he
repetido varias veces en las últimas notas),
sólo la fugacidad o, sólo la síntesis extrema de la vida, esa, la que ya
va naufragando entre el recuerdo, en el
presente pretendidamente atemporal y el futuro en el que no cree o le importa
un pimiento, o dos.
Mil prosas urgentes desfilan por los
ensanchados surcos que se tornan en autopistas de la imagen y el pensamiento
vago, de la imaginación desmesurada, de lo que ahora mismo llamaría el
neo-ensueño (porque casi todo va siendo ya un poco –o bastante- “neo”…).
El neo-ensueño, ¡ya tan remoto¡; qué lejos estará ya…, para ponerle
admiraciones…
De
la planta-calle voy a la del hogar, y de ésta a la de señoras.
No sé por qué, me viene a la memoria
una película de Eric Romer: “El amor después del mediodía”, toda ella ambientada
en el urbanismo parisino. Y yo, que soy
un perfecto (¿o ferpecto?) inculto en el
tema del llamado séptimo arte, recorro
toda la planta, lentamente, sonámbulamente, con la consciencia –más bien
deseada- de un tiempo dudosamente
detenido, cómo gritando con esa urgencia interior de que todavía algo es
posible y, la luz, pueda llegar por unos minutos hasta los enfangados sótanos
de la resignación, esa, tan hiriente, nunca asimilada y que ha ido por ahí, a su libre albedrío, asesinando
impunemente cuerpos inocentes.
Esto, probablemente es una nueva crisis de post-urbanismo gozoso pero con
tintes reiterados de dramatismo, aunque no más que otras veces. Esto, son las calles movibles de la memoria
inmediata que, ahora, plasmo sin retoques y desordenadamente, nada más llegar
al café Easo, sobre unos folios
arrugados.
Del
café Easo ya hice unos apuntes hace poco. No sé si los he puesto aquí.
¿Los he puesto? ¿No? Pues ya se pondrán, aunque no sé cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario